martes, 4 de septiembre de 2012

Pedaladas de rodríguez (II)

Por segundo año consecutivo, me he quedado de rodríguez en Nueva York. Y, al igual que el año pasado, el plan, entre otras cosas, consistía en aprovechar para moverme en bicicleta lo máximo posible. Sin embargo, en esta ocasión sería diferente, ya que si bien en agosto pasado vivía tan cerca del trabajo que no tenía sentido ir en bici, este año sí que podía convertirme en una de las 15.000 personas que la utilizan para ir a la oficina.

Motivado por esta perspectiva, me fijé un propósito que para los defensores acérrimos de la movilidad en bicicleta no es más que sentido común, pero que para el resto de los mortales supone algo de organización y fuerza de voluntad: moverme exclusivamente en bici, en Nueva York, durante una semana.

Herramientas

Obviamente, mi bicicleta, la Schwinn Willy de impecable segunda mano que me ha acompañado desde el verano pasado. Algo más quejicosa ahora que duerme en la terraza, pero robusta y fiable como siempre.

- Ordenador de a bordo. Recientemente ingresado en esa nueva clase social zombie que conforman los dueños de teléfonos inteligentes, aproveché para descargarme un programa gratuito, Map my ride, que convierte aquello de los cuentakilómetros con sensor en el radio en una tecnología del Paleozoico. Tampoco es que dé mucha más información que aquellas máquinas, pero lo hace mendiante la conexión GPS del móvil, te saca automáticamente el itinerario en Google Maps y te graba toda la información en su web.

- Tras la sobrecarga de la mochila en la primera compra, una caja de fruta. Sé que es lo más triste que uno le puede poner a una bici, pero también es de lo más auténtico: de los hortelanos de Canet d'en Berenguer a los hispters de Brooklyn, pasando por infinidad de chinos, la caja de fruta (de pavo, en mi caso) expresa una misma idea en cualquier país: cutrez y funcionalidad, lenguaje bicicletero universal.

Condiciones

En un principio, no recurrir al metro salvo causa de fuerza mayor, por más lejos que fuera.

Itinerario básico: el trabajo

El básico y el que resultaría más odiado. No por tener que madrugar. Ni por tener que ir con ropa de deporte y cambiarme en la oficina para no sentarme a la silla con un pantalón sudado. Simplemente, por el puente de Queensborough. Nueva York es una ciudad de poca elevación. De seguir viviendo en Manhattan, las cuestas que tendría para llegar al trabajo serían más que suaves. Sin embargo, el puente de Queens, con  su pendiente asimétrica (moderada pero larga hacia Manhattan, corta y pronunciada hacia Queens) acabaría suponiendo el principal punto negativo de esta semana en bicicleta. El trayecto de la puerta de mi casa a la del trabajo son poco más de seis kilómetros, distancia más que asequible, pero el puente se convirtió, más que en una dificultad física, en un factor psicológico. Lo sé, hay gente que sube cuestas más pronunciadas todos los días. Pero cuando se torna en rutina, y cuando empiezas y terminas tu jornada laboral con ella, al final se hace más pesada de lo que en verdad es.

Aparte de eso, y si bien todo el camino transcurre por carril bici, el trayecto tiene tres fases muy diferentes: de mi casa hasta el puente apenas hay ajetreo y se circula con mucha tranquilidad al tener un carril separado del resto del tráfico. El puente, aparte de la cuesta, se caracteriza por su mezcla de otros bicicleteros de camino al trabajo, atletas y obreros (me tocó el momento en que estaban cambiado el firme). Por último, el tramo en Manhattan, 14 manzanas hacia el sur por la Segunda avenida, en el que hay que andar con mil ojos, puesto que el carril bici es compartido con los coches y, al ser el del exterior, suele estar ocupado por taxis, camiones y autobuses parados en doble fila.

El tiempo total, tanto a la ida como a la vuelta, varía entre los menos de 20 minutos de mis mejores tiempos a los 25 cuando he tenido que poner pie a tierra por las obras del puente. Eso significa que tardo exactamente lo mismo que yendo en metro y, curiosamente, hay días que llego igual de sudado yendo arrastrado que pedaleando.

En bici al cine... para ver una de bicis

domingo, 26 de agosto de 2012

Arenales neoyorquinos


El verano en Nueva York da para muchas cosas, como prueba mi largo silencio bloguero. Los festivales, los conciertos, las ferias callejeras, los picnics en el parque… Y, aunque no sea una de las imágenes que Nueva York suele evocar, también las playas. Probablemente, el motivo de que pasen desapercibidas es que ninguna de ellas se encuentra en pleno Manhattan. En su lugar, para disfrutar de la arena y el mar los neoyorquinos deben realizar trayectos que equivaldrían al tiempo de desplazarse de Cuenca a Cullera y volver en el día.

Verrazzano Bridge y playa de Staten Island. Foto: nycgovparks.org

Mis veranos siempre han tenido un componente acuático: la piscina a diario en la meseta, las algas y la gelidez del Cantábrico, la calma chicha del Mediterráneo. En ese sentido, este verano en Nueva York ha sido más duro, puesto que atrás quedó la piscina de nuestra primera residencia en Manhattan y no hubo veraneo español para mí. Por ello, hemos intentado compensarlo montando en bicicleta, metro, autobús, tren y ferry para descubrir las playas más cercanas en la zona de Nueva York (de las que sólo conocíamos Brighton Beach).

Rockaway

Al sur de Brooklyn y cerca del aeropuerto JFK se encuentra una estrecha península que acoge la zona de Rockaway. Es un trecho residencial, pero también de parques y playas abiertas al Atlántico, en una progresión en la que, de oeste a este, la zona verde va desapareciendo para dar paso a las urbanizaciones.

La sombrilla de los alternativos
Para visitar esta zona hay que organizarse, ya que sólo se accede a pie o en bicicleta. Nosotros fuimos una vez en metro, con las bicicletas, hasta Brighton Beach y de allí pedaleamos unos 30 minutos hasta el parque de Fort Tilden. La segunda hice todo el trayecto en bici: creo que nunca había hecho 30 km para ir a la playa. La menor facilidad de acceso eso se nota, pues además de no haber demasiada gente, la que había se ajustaba al patrón de aquellos dispuestos a caminar como mínimo 20 minutos desde la parada de autobús más cercana: jóvenes. Para más señas, aquella parece ser la playa de la gente alternativa que puebla Williamsburg (los llamados hipsters). Prueba de ello es que apenas había sombrillas clavadas en la arena (demasiado vulgar, ¡por favor!), y en su lugar abundaban los parapetos montados con palos, telas y cuerdas, material reciclado y reciclable. Además, para que ningún joven tuviera que renunciar a sus patrones de consumo ni tan siquiera en la playa, el único puesto de bebidas y tentempiés consistía en un bicicarrito, cuyo barbudo dependiente no vendía (¡vade retro!) Coca-Cola y limitaba su oferta a zumos de comercio justo y patatas fritas orgánicas. Como último rasgo que denota el carácter alternativo de su público, en Fort Tilden se pueden ver melones al aire, cosa nada común en el resto de los puritanos Estados Unidos.

¿Alguien dijo San Juan?
Tras un primer chapuzón en aquella playa, pedaleamos otros 30 minutos hasta llegar a la zona de Rockaway propiamente dicha, que nos hizo sentirnos como en algunas de las playas de Levante: apartamentos en primera línea de playa, paseo marítimo de cemento y barandilla, duchas y gente, mucha gente. La razón de la concentración de bañistas es que a esta zona sí que se puede acceder en coche y en metro y caminar menos de cinco minutos hasta la arena por calles llenas de mercadillo veraniego y comida barata.



La playa en sí también recordaba, salvando las distancias, a las del Mediterráneo: rectilínea, de arena similar, con socorristas y con avionetas anunciado todo tipo de productos. El agua, eso sí, estaba más fría que la de Levante, pero más cálida y reposada que la del Cantábrico, a pesar de que esta playa es la de referencia para los surferos de Nueva York (el año pasado Quiksilver celebró una gran competición aquí).


Staten Island

Staten Island es el distrito olvidado de Nueva York: pocos lo visitan y los turistas que lo hacen suele ser para darse media vuelta y volver a montar en el ferry gratuito que pasa por delante de la Estatua de la Libertad.

Sin embargo, tiene una larga franja de playa y paseo elevado de madera (Franklin D. Roosevelt boardwalk and beach) a la que se puede llegar fácilmente en bici tras dejar atrás el bonito puente de Verrazzano. Yo estuve allí el año pasado, pero en un día que no era de playa, por lo que no conocía el ambiente veraniego. El resultado de la visita fue algo decepcionante: tanto la playa como el agua nos parecieron menos limpias que en Rockaway y el público era más ruidoso y desconsiderado. Por no hablar de la comida del chiringuito…

Pero, al menos, pasamos un día al sol, nos quitamos el mono de darnos un chapuzón y tachamos una playa de la lista.

Los Hamptons

Su fama los precede. Son uno de esos sitios que despiertan tanta curiosidad que quien no ha estado, quiere ir. Aparecen en las series de niños pijos. Tienen su propia línea de autobuses. Y, si se tiene el dinero suficiente, se puede ir directamente en hidroavión desde Manhattan. Picados por la curiosidad, y después de una ardua búsqueda de alojamiento hasta encontrar lo menos prohibitivo (un hotel correcto a las afueras de East Hampton), pusimos rumbo a la punta este de Long Island, refugio veraniego de los neoyorquinos pudientes.

Tras hora y media en tren y otra hora en coche, llegamos a nuestro destino, donde nos dieron un permiso para aparcar en las playas de la zona. Porque aquí, con excepciones, las playas, incluidos sus aparcamientos, son privadas, semiprivadas o de uso exclusivo para residentes. De ahí que no mucha gente venga a pasar el día (los constantes atascos tampoco ayudan).

La primera tarde fuimos hasta la playa más cercana al hotel y nos sorprendió comprobar el mismo fenómeno que en Rockaway: allí donde llegan los coches, hay gente, pero si hay que caminar más de 300 metros, la playa está desierta. Como buenos españoles acostumbrados a pelear por el mejor sitio en la arena, no nos costó desplazarnos mínimamente hasta instalarnos en un lugar donde, a nuestra derecha, no había una sola toalla en un kilómetro a la vista. De nuevo, playas largas, lisas, con pequeñas dunas pero, al contrario de las anteriores, sin apenas edificios. Y, cuando los hay, son casas de playa de las que se agradece ver, colocadas esporádicamente y con buen gusto.

Aquí también hay surf, sobre todo al final de la isla, pero por desgracia para uno de nuestros acompañantes, en nuestro caso tuvimos olas demasiado pequeñas, aunque lo suficientemente grandes como para revolcar a un par advenedizas y perder una aleta.
Foto censurada para preservar la identidad del surfista.

El panorama social de la zona (incluido Montauk y otras playas vecinas que visitamos) también varía enormemente respecto a la capital: digamos (sin ánimo de ofender, era la realidad) que unas y otras tienen índices opuestos de personas negras, latinas o con sobrepeso. En tres días creo sólo vimos a un par de parejas negras y una docena de barrigas, mientras que el español que escuchamos, que en las playas metropolitanas es incesante en boca de mejicanos, colombianos y ecuatorianos, en los Hamptons se limitó a unos escasos españoles y conosureños.

También es digno de mención el parque móvil, en el que abundan los jeeps, los descapotables y los todo terreno que el personal utiliza para entrar en la misma arena y descargar todo lo necesario para la barbacoa nocturna. Y las bicis, como en toda zona costera, claro. Salvo que aquí, como en la Asturias de mi juventud, la gran mayoría estaban tiradas en el suelo, sin atar, sin candado. Por suerte, aún hay sitios así…

Balance playero

Después de la visita a los Hamptons no creo que haya playas neoyorquinas que igualen la tranquilidad, el paisaje y la limpieza de aquel ambiente. Nos quedan todavía algunas otras por visitar, como Long Beach, Fire Island, Sandy Hook o las playas de Nueva Jersey, destinos todos de los que nos han hablado bien. Pero no nos engañemos: sólo unas pocas playas (Filipinas, la Reunión) han conseguido hacernos olvidar los veranos en España. Las de Nueva York nos han servido para matar el gusanillo de la arena y el chapuzón salado, pero no evitan que añoremos las playas españolas, sean del norte o del este, con sus ventajas y sus inconvenientes, pero las nuestras al fin y al cabo…

viernes, 8 de junio de 2012

Un año en Nueva York

Bueno, un año, un mes y unos días. Pero esa es la primera característica que se puede resaltar de la ciudad: viviendo aquí, o se es muy organizado, o uno acaba descuidando los planes y las intenciones. Como la de escribir regularmente en un blog. En todo caso, aquí van unas cuantas impresiones acumuladas en nuestro primer año en la ciudad.  




No es lo mismo vivirla que visitarla
Una reacción usual cuando cuentas en España que vives aquí es que el interlocutor haya estado en Nueva York, le haya encantado y te confiese que le encantaría vivir aquí. Curiosamente, algunas de las peculiaridades que enamoran al turista son difíciles de encontrar en la vida corriente. La amabilidad de la gente con el visitante desorientado y mapa en mano es una de ellas. Cuando te mueves día a día en pleno "Midtown", la gentileza se suele tornar en codazos sin disculpa de viandantes que caminan apresuradamente mientras teclean en sus teléfonos.


Otra distinción es la relación con el ruido que se establece después de vivir unos meses en Manhattan. Al principio se comienza por la desesperación. Todo ruido molesta, y son muchos, incluso de noche. Luego uno se acostumbra. Excepto con algunos ruidos concretos. En mi caso, me sigue molestando considerablemente el zumbido incesante de los gigantescos ventiladores que alimentan los sistemas de aire acondicionado en verano y de calefacción en invierno. En otros casos son las sirenas de los bomberos, que serían medianamente soportables si no fuera por el refuerzo de las desmesuradas bocinas que las acompañan.

Se podría añadir también la logística que supone la vida diaria en Nueva York. Como el mero hecho de hacer la compra, por ejemplo. Suena chocante, pero uno de los sitios al que agradecemos volver en España es Mercadona. Y no es la típica actitud del españolito que busca fuera lo mismo que tiene en casa. Es una cuestión de encontrar productos de consumo diario a un precio razonable sin necesidad de recorrer ochenta calles en el intento.

La ciudad inabarcable
Cuando el turista viene diez días o menos, la emoción y las ganas de amortizar el viaje mantienen el nivel de energía alto y en una jornada completa se pueden ver varias de las atracciones destacadas. Pero cuando uno pasa la mayor parte del tiempo trabajando, el resto del día suele cundir poco. El resultado es que algunas de las visitas que hemos recibido han estado en lugares que nosotros todavía no conocemos; puede parecer desinterés, pero no es más que falta de tiempo, energía o, volviendo al principio, organización.

Así pues, una de las sensaciones más frustrantes después de un año aquí es la de saber que quedan innumerables sitios por ver, numerosas actividades por realizar y decenas de restaurantes por probar. En el caso concreto de la comida, personalmente me da rabia repetir restaurantes sabiendo que todavía tengo tantos por descubrir. Y eso hablando únicamente de los de Manhattan, ya que fuera de la isla apenas hemos probado unos cuantos en Brooklyn. En general, hay muchos candidatos en mi lista de visitas pendientes: la isla de Ellis, la Frick Collection, la misa gospel. Pero también actividades: patinar sobre hielo en el Rockefeller, comprobar el ambiente surfero de Rockaway, montar en kayak por el río Hudson, tomar algo en un bar "clandestino" (speakeasy)... Y, por supuesto, restaurantes: la famosa hamburguesa del Park Meridien, el Dutch...  


 
La ciudad de todo lo que busques
¿Comida filipina? Hay un restaurante en cada barrio. ¿Bádminton? Un club en cada "borough". ¿Clases de ballet? Para todas las edades y niveles. ¿Conciertos? Más de los que nos podríamos permitir. ¿Espectáculos deportivos? Dos equipos de la NBA, dos NFL, US Open, petanca en Bryant Park... En general, para cualquier interés que uno tenga, por raro que sea, existe un grupo de aficionados o practicantes en la ciudad. Las únicas pegas, en este caso, suelen ser el dinero y la demanda. Tanto tiempo deseando vivir en una ciudad con atracciones, para llegar a una en la que la cantidad de gente interesada y el precio de las entradas nos cortan con frecuencia las alas. Baste como ejemplo el caso del concierto de los Foo Fighters en el Madison Square Garden: tres días después de ponerse a la venta las entradas, las únicas de un precio razonable que quedaban (y eso son 80$) eran... ¡detrás del escenario!

Puntos positivos varios
- El hecho de poder ver a familiares o amigos que, de otra manera, no verías en mucho tiempo. Parientes que llevábamos sin ver 15 años o amigos de otros países que por trabajo o por placer pasan por Nueva York, y con los que siempre es agradable quedar.
- El baloncesto. Volver a jugar, y más en una sociedad que vive este deporte, está siendo una gozada.
- El poder conseguir de todo (o equiparte una casa, si fuera el caso) por internet. Merece una entrada aparte.
- El ver una película o una serie y reconocer los barrios y edificios, o caer en que el protagonista y tú usáis el mismo producto de limpieza, que antes nunca habrías reconocido.
- El disfrutar de la bicicleta en una ciudad cada vez más abierta a ella.
- El participar en tradiciones locales tantas veces vistas en televisión o cine (como Halloween o Acción de Gracias) al tiempo que mantenemos costumbres españolas (como el preparar buñuelos en San José o torrijas en Semana Santa).

Veredicto
Nuestros primeros meses en Nueva York fueron agitados por los trámites, encantos y desencantos del proceso de asentamiento. Pasada esa fase, la ciudad se nos antoja todavía llena de posibilidades, como si apenas hubiéramos empezado a rascar en la superficie de todo lo que tiene que ofrecer. La vida cotidiana, más allá del trabajo, se convierte en la búsqueda de equilibrio entre las incomodidades de una gran ciudad (transporte, ruido, más trámites) y el disfrutar de variados planes y propuestas de ocio.
También nos alegra que, entre tanto ajetreo, hayamos sido capaces de mantener ciertas costumbres a las que se puede renunciar fácilmente en esta ciudad, como es el hecho de cocinarse su propia comida, en lugar de dejarnos llevar por las constantes y fáciles tentaciones.

En resumen: un gran primer año, lleno de descubrimientos, de desafíos y de recompensas. Esperemos que el segundo sea igual o mejor. Para empezar, lo viviremos en barrio nuevo...


lunes, 23 de abril de 2012

Medicaid, Medicare, Mediocre

Todo desplazamiento al extranjero entraña el riesgo de que se haya de descubrir, muy a nuestro pesar, una de las particularidades locales: la atención sanitaria. Trátese de de la joven pareja de españoles que caen víctimas de la maldición de Moctezuma en el mismo Perú o de una regia fractura en plena sabana, los achaques no conocen fronteras y pueden sorprendernos a todos a miles de kilómetros de nuestro hogar.

Hasta ahora, mis viajes no han sido demasiado accidentados, aunque sí tuve que encomendarme a enfermeras hindúes en Mauricio o experimentar mi primer TAC en Filipinas, donde por cierto nuestro paso por urgencias acabó con un alta voluntaria para evitar males mayores.

Al trasladarme a Nueva York, tenía que mentalizarme de que tarde o temprano debería ponerme en manos del tan peculiar sistema sanitario estadounidense. Vaya por delante que, por suerte, el seguro de salud vinculado a mi contrato es lo suficientemente bueno como para no tener que preocuparme por el Medicare, el Medicaid y los demás Mediparches de la atención médica en este país. Quizá por eso mismo, por estar cubierto por un buen seguro, pensé en un primer momento que la atención y las condiciones serían proporcionales al coste del servicio. Sin embargo, en el año que llevo aquí han surgido ocasiones para añorar la injustamente vilipendiada Seguridad Social española.

La experiencia sanitaria en este país parte por encontrar un médico de cabecera. Si bien todo el mundo recomienda tenerlo, algo más difícil es que te sugieran uno en concreto. La razón es que muchos de los que un compañero o amigo te recomienda han alcanzado ya el límite de pacientes que pueden atender. Y lo que es peor: el caso contrario, es decir, que aún haya “plazas disponibles”, no supone la admisión automática, sino que es preciso concertar una cita con varias semanas de antelación para que el médico decida si te acepta como paciente. Este proceso es desesperadamente rocambolesco cuando uno está intentando encontrar un médico de cabecera porque se encuentra ya enfermo y le dan cita dentro de cuatro semanas para que el médico decida si le mete en su fichero de pacientes.

En el caso de los especialistas, el proceso es más sencillo, ya que no suelen tener tanta clientela permanente. Sin embargo, es más complicado encontrar una recomendación personal, por lo que la segunda opción, muy habitual aquí, es consultar la lista de médicos del seguro y directamente, “googlear” su nombre para ver los comentarios que suscita. Ciertamente, es triste dejar en manos de valoraciones de dudosa fiabilidad la elección de quien debe encargarse de tu salud. Por suerte, descubrimos algunas páginas serias de reseñas médicas que, hasta ahora, nos han dado buen resultado.

Una vez que se ha encontrado un médico, sea de cabecera o un especialista, lo primero que sorprende son las condiciones materiales de las consultas de esta ciudad. Viviendo y trabajando en Manhattan, lo más cómodo es ver a médicos que se encuentren en la isla. Y, en ocasiones, las direcciones de las consultas presagian escenarios que no se corresponden con la realidad. Mi primera visita fue a un otorrino; llamémosle Dr. Otisman. Su consulta, cercana a mi trabajo, no había visto una capa de pintura en décadas. El material tampoco era mucho más moderno y rivalizaba en aspecto "retro" con sus gafas de pasta gigantescas, probablemente las mismas con las que se licenció en los setenta. Todo ello no habría sido catastrófico si no fuera porque en una de las pruebas que me hizo se tuvo que conformar con los resultados de un oído, ya que para el segundo el aparato pasó a mejor vida.

Mi segunda toma de contacto fue con el neurólogo al que me remitió el Dr. Otisman. La dirección de la consulta, cercana a Central Park, hacía pensar en un consultorio de altos vuelos del Upper East Side. Pero no fue así: sin ser tan cutre como el del otorrino, las salas de la consulta del neurólogo (un abuelito chileno encantador) eran tan exiguas que cuando me hicieron el electro me temía que la auxiliar se pusiera un electrodo a sí misma, de tan pegados que estábamos.

Terminaré con las condiciones materiales comparando la última clínica dental que visité en España, en el pueblo de San Juan de Alicante, con la primera en que me atendieron en Nueva York, entre el Empire State y el Chrysler. De nuevo, la ubicación engaña: la Dra. Zubov (seria, competente y recomendada por todo mi servicio, todo hay que decirlo) tenía en su consulta un material que se diría que hubiera salido con ella de la antigua Unión Soviética. Atrás quedaba la impoluta y luminosa consulta alicantina y su moderno equipamiento…

Respecto al trato personal y profesional, también hay anécdotas sorprendentes. En mi caso puedo citar el diagnóstico final del otorrino sobre mis mareos: “puede que fuera una infección, puede que fuera estrés, o puede que fuera simplemente voluntad divina”. Gracias, Dr. Otisman. Después de tres consultas y 2.000$ de cargos al seguro (con mis copagos correspondientes), es justo lo que mis oídos esperaban escuchar.

Otras personas cercanas tampoco se han librado de dictámenes o consejos asombrosos. A un amigo le dijeron que tomara más vitamina D y que “mirara en Internet de dónde sacarla”. Una que yo me sé sospecha que unos análisis que revelaron cierto nivel de colesterol eran en realidad las pruebas de la abuelita que la precedió en la consulta (aunque quizá esto sea más el deseo de que haya equivocación que otra cosa…). Y en otro caso, ante unos dolores de cabeza, los médicos comenzaron por sugerir, sin haber realizado pruebas, que podría tratarse de un tumor cerebral, cuando en realidad se trataba de jaquecas.

No es mi intención cebarme con el sistema sanitario estadounidense ni pretender que el español, siendo de primer orden, no tenga problemas. Simplemente me llama la atención que, como en tantos otros ámbitos del sector servicios, la atención sanitaria en Nueva York sea un tanto decepcionante en relación con el precio que se paga por ella. Y yo he visto las consultas de los mejores barrios: habría que ver las de las zonas más deprimidas...

miércoles, 29 de febrero de 2012

I love this game. I love your game

El mes de noviembre marcó dos regresos señalados en el mundo del baloncesto. Uno, de gran repercusión mundial, el de la NBA. Y otro, de enorme satisfacción personal, mi vuelta a las canchas. No es que haya desconectado nunca del todo, pero habían pasado más de 5 años desde la última vez que jugué en un equipo, en la isla de la Reunión. En todo ese tiempo, lo más que había tenido había sido algún tres contra tres en la calle y, en Manila, una cita semanal con esos locos bajitos (pero rápidos, infatigables y buenos tiradores) que son los filipinos. Demasiado tiempo para una persona cuyo sermón nupcial giró metafóricamente en torno al ba-lon-ces-to.

En parte por lesión, había estado postergando mi toma de contacto con el baloncesto en Nueva York. Me imaginaba yendo a una cancha de un parque, quizá hasta con redes de cadenilla, y teniendo que poner dinero, como me había dicho un amigo, para poder apostarlo a un tres contra tres de intensidad feroz. Como siempre, nada más lejos de la realidad: mi reencuentro con el balón naranja fue, curiosamente, por la vía institucional, invitado por un compañero a unirme a los entrenamientos del equipo de baloncesto de las Naciones Unidas.

I'm blue

Llegado el día, experimenté la misma sensación que cuando pisé una cancha por primera vez en Bélgica y en la Reunión: la de entrar en territorio ajeno y deber demostrar algo que, sinceramente, no sabía si tenía. Y, para hacerlo más imponente, la cancha de entrenamientos era un auténtico santurario "onusiano": el gimnasio de la escuela de las Naciones Unidas, donde todo lo que puede llevar color, desde las colchonetas de las paredes hasta el círculo central, es del azul celeste de la organización.

El plantel allí presente era, como me esperaba, racialmente variado: uno de Brooklyn, dos latinos, uno de la isla de Granada, un francés, un serbio, un alemán y... ¡dos de Cuenca! Y mi compatriota no fue la única conexión conquense: cuando por fin comenzó el entrenamiento, me vinieron a la memoria grandes recuerdos de aquellos vídeos de la escuela yugoslava que nuestro entrenador Antonio nos ponía, ya que era precisamente el serbio quien dirigía la sesión. Sólo cuando nos pusimos a correr, pasar y tirar me di cuenta de cuánto había echado de menos el entrenar: la repetición de ejercicios, las rutinas, la concentración y hasta el sacrificio de hacer "líneas".

Tras los dos primeros entrenamientos y algo de incertidumbre, me invitaron a unirme al equipo de cara a la liga de invierno que estaba a punto de comenzar. Al igual que en la Reunión, habían visto mis "fundamentos", mi técnica y hasta algo con lo que no contaba: un tiro inesperadamente fino para haber estado tanto tiempo parado. Y, en cierto modo, después de un par de entrenamientos buenos, volvía a sentir la presión de Le Port, donde llegué como la "gran esperanza blanca" de aquel equipo de criollos. En este había algún blanco más, pero las expectativas en torno a mi juego eran similares.

El equipo de Le Port (La Reunión) 2005/06


The New York Knicks Corporate League

Ese es el nombre del campeonato en el que jugamos, patrocinado por un banco y, nada más y nada menos, por los Knicks, que ceden el Madison Square Garden para las finales (¡quién me vería!). Como su nombre indica, nos medidamos a equipos que crean los trabajadores de empresas y bufetes de abogados. Así, nos reparten en grupos en los que te puede tocar contra American Express, Ernst & Young, JP Morgan, Fox News, Thomson Reuters o "The Tax Club" (!).Los partidos se juegan en gimnasios de universidades e institutos, como el del Liceo Francés o el del Instituto Xavier; en este último, de las paredes cuelgan los típicos carteles que conmemoran los títulos conseguidos, salvo que al ser un instituto jesuita, los títulos se consiguieron, como reza en las banderolas, "Ad maiorem Dei gloriam".

Mi primera impresión de la liga fue demoledora: antes de nuestro partido se enfrentaban dos equipos compuestos casi exclusivamente por jugadores negros. La intensidad era increíble, la fuerza todavía mayor y las jugadas, aun siendo una liga de supuestos aficionados, impresionantes. En el rato que estuve, vi un mate y un alley-hoop que podría haber entrado en la lista de mejores jugadas de la ACB. Por suerte para mí, no era ese el tipo de equipos de nuestra división; hay varios niveles dentro de la liga, cuya proporción de blancos aumenta de manera inversamente proporcional a la categoría. Es decir, cuanto más malos los equipos, más blancos tienen (o viceversa).

El juego en general, y de mi equipo en particular, es muy poco organizado. Un día tratamos de entrenar los bloqueos indirectos (parte del ABC táctico de este deporte) y la gente se liaba con ello. Así que en los partidos, cada uno hace lo que puede o quiere, cosa que siempre me ha desconcertado (¡quién tuviera sistemas!). Por mi parte, los primeros partidos me dediqué a asegurar y a no cometer errores, lo que implicaba no tirar demasiado ni arriesgar. Pero después de dos partidos en esa tónica, comprendí por los enfados de mis compañeros que las cosas no funcionan así aquí. En Europa se mosquean contigo por que te las tires todas; aquí, se mosquean si ven que tienes tiro y no te las tiras. En vista de ello, al cuarto partido, reconvertido a la fuerza (¡y a mi edad!) en base, decidí soltarme y anoté diez puntos (con tanteos de entre 40 y 50, no está mal), incluida una canasta con dos fintas de pase con claro sello técnico europeo. Debí de causar buen impresión, porque al terminar el partido, uno de mis rivales me dejó a cuadros con su felicitación: "I love your game!", que podría traducirse como "¡Me encanta como juegas!".

La liga se ha sucedido a lo largo del invierno con resultados equilibradamente dispares, puesto que hemos conseguido las mismas victorias que derrotas (5-5). Algunos de los partidos perdidos han sido especialmente dolorosos, no sólo por haber sido ajustados, sino por el rival: el ultimo partido perdido nos derrotó la agencia de calificación de deuda Moody's. ¿Otro alarde metafórico-deportivo del poder de las finanzas frente a la sociedad internacional?

Al menos, según me cuentan, hemos mejorado la actuación de la liga anterior e incluso nos hemos metido en las eliminatorias por el título. Por desgracia, al contrario de la NBA, aquí no hay series a 5 partidos y como no estemos atentos nos eliminarán en el primero y único. Pero lo más importante de todo, en lo personal, es la satisfacción de haber vuelto a jugar en un equipo, con compañeros, con un estructura mínimamente organizada, con árbitros, con equipación y, sobre todo, con ganas de volver a disfrutar de este apasionante deporte y de las alegrías y sinsabores de la competición.