lunes, 30 de mayo de 2011

Nueva York, llave en mano

Con una botella de "vino helado" con nuestros nombres grabados en ella, hemos brindado por la etapa que, ahora con más firmeza todavía, comienza para nosotros en Nueva York. Ayer, por fin, nos mudamos a nuestro piso, después de un mes en la ciudad.

Por fuera: las vistas
El brindis tuvo su encanto, en la terraza de nuestra modesta morada; ya que no hemos podido tener la segunda habitación deseada, al menos contamos con unas buenas vistas: la Segunda avenida de norte a sur, el puente de Brooklyn, el río, Tudor City y la propia ONU.
Tudor City resulta un pequeño complejo de edificos más que llamativo. Construido justo antes del crack del 29 para la entonces creciente clase media, el estilo que se empleó en su construcción (reflejado en su propio nombre: Tudor, un neogótico recargado) evoca en mí una de las urbes imaginarias que, según muchos, fue creada como transposición de Nueva York: la ciudad de Gotham. Viendo las estructuras casi catedralicias de las torres de apartamentos, sus grandes ventanales, los estrechos chapiteles de sus tejados o las gárgolas que rematan algunas terrazas, no puedo evitar que me venga a la mente la imagen de Batman en los aleros igualmente recargados de Gotham. Cosas de leer tantos tebeos,
supongo...
Otro de los puntos fuertes de las vistas es el edificio de la Secretaría General de la ONU, aquél en el que yo creía que iba a trabajar y cuyos pisos abiertos a la intemperie y en obras veo ahora desde mi balcón. estamos tan cerca que, aunque débil, aún se detecta la señal de la red inalámbrica de "UNHQ", el cuartel general de las Naciones Unidas. Curiosamente, y a pesar de que nos han comentado ya las considerables reducciones de presupuesto que se están intentando lograr, no deja de extrañarme que, por otro lado, cientos de puntos luminosos brillen ahora frente a mí en el interior de un edificio que, se supone, está cerrado por reformas. ¿Cuestión de seguridad, tal vez?

Por dentro: el cámping
El continente resulta fácil de explicar: un salón en forma de ele, un estrecho pasillo con un armario vestidor y un aseo, un dormitorio con baño y una cocina entre el pasillo y el brazo corto de la ele. Pequeño, pero con su encanto. El dormitorio y el salón son amplios, y se nos quedará una zona para nuestras comidas diarias bastante luminosa y apañada.
En cuanto al contenido, cuando nos mudamos teníamos comprados ciertos elementos del mobiliario, entre ellos los más importantes: la cama, el sofá, la mesa del comedor y la mesa del desayuno-comida-cena. Pues bien: la cama llegó y se fue porque estaba dañada, así que dormiremos un par de noches en la hinchable para visitas que, por previsión, ya habíamos comprado; el sofá vendrá dentro de unas seis semanas, con lo que hasta entonces nos hemos hecho con uno que captará sin duda la atención de los huéspedes: hinchable, de plástico blanco y terciopelo rojo, lo último en moda de acampada; la mesa del comedor iba a venir este sábado, pero al llamar para confirmar el viernes, no sabían nada de ella (llegará, si todo sale bien, en tres días); y la mesa restante... sí, ésa, por suerte, está ya montada y rindiendo servicio. Pero entre los elementos hinchables y los cartones y herramientas que rondan por el suelo, flota una cierta sensación de cámping en el ambiente.

"Buy local"
Entre las actividades que implica toda mudanza, nos entretenemos abriendo cajas, rompiendo envoltorios, montando sillas... Pero, en ésta en particular, y puesto que tenemos que montar un piso casi desde cero (el barco con lo que mandamos no llegará hasta dentro de al menos quince días), otra actividad esencial es comprar, comprar de todo. Desde lo básico, como sartenes y ollas, hasta un gancho para colgar los coladores. En situaciones así, te das cuenta de la cantidad de cosas que das por hechas en cualquier piso y que se van acumulando como adquisiciones necesarias cuando empiezas sin nada.
Por suerte, tenemos cerca algunas tiendas bien surtidas y de buen precio; a veces, demasiado buen precio: confieso haber comprado tres vasos de chupito (no es que los fuera a usar mucho, yo, pero con algo teníamos que brindar) de -volviendo a los tebeos- superhéroes de Marvel, por cuatro dólares. Ahora bien, si encontrar variedad y precio no es excesivamente difícil, seguir la regla del "buy local" ya es más complicado. Aquí, como en casi todos los países que hace tiempo dieron la espalda a los sectores materialmente productivos y se rindieron a los encantos de los servicios, también se promociona y valora aquello que esté hecho en el país, quizá porque apenas queda industria propia. Encontrar una taza que no estuviera hecha en China me ha llevado cuatro semanas, y aún tengo mis dudas de que esté hecha aquí. Así que, para alegría del Banco Popular de China, me temo que la mayoría de nuestras compras, lo queramos o no, nos las están supliendo las afanosas fábricas chinas (las de Ikea, entre otras). Fuera de lo chino, aparte de la taza, hemos encontrado una vajilla japonesa y una fuente de loza "Made in Portugal". Ah, y creo que alguna toalla hecha en la India. Pero el "Made in the USA", como el "Made in Spain", está, para bien o para mal, de capa caída: los apartamentos, hoy, se visten con el "Made in China".

jueves, 26 de mayo de 2011

De polizón a Ikea

Es curioso. Hace cuatro semanas que estoy aquí y apenas he escrito sobre los principales puntos turísticos de Nueva York. Algo de Central Park y un par de menciones de Times Square. Pero es que, en realidad, aún no hemos hecho mucho más. Es la consecuencia de tener que dedicar las tardes a buscar piso y, una vez encontrado, a buscar muebles.


Por ese mismo motivo resulte quizá todavía más paradójico que, los ratos que hemos tenido, hayamos acabado en Brooklyn. En realidad no lo hemos hecho (¿o quizás sí, inconscientemente?) por escapar de Manhattan, su tráfico, sus rascacielos y sus tiendas de muebles. Pero, de momento, hemos cruzado ya unas cuatro veces el East River, por motivos variados: ir a un rastro (casi desierto por culpa de la lluvia), indagar acerca de una posible oportunidad de trabajo (que no nos convenció), conocer a una intérprete (ella sí, un encanto), ir a Ikea (a pesar de todo, Ikea) y, por fin... simplemente pasear.



A Ikea, en barco
Mi intención al llegar aquí era parecida a la de Ross (doble parecido) en la serie "Friends" y sus muebles de "La Mula Coja": algo con más personalidad que compensara la disminución de espacio (en la vivienda, se entiende) que hemos experimentado al mudarnos a Nueva York. Sin embargo, no todo es tan fácil, y menos en la Gran Manzana, así que, al final, hemos tenido que sucumbir a la tentación de Ikea, de donde nos traerán en breve la cama, la cómoda, la mesa del desayuno y los "muebles de jardín", junto con otros de los típicos complementos a precio ideal. Lo de Ikea es un poco como lo de El Corte Inglés: que vas a lo seguro. Ya sabes cuál es el precio y la calidad, en parte, porque ya lo has tenido en casa; y, si no lo has tenido tú, lo ha tenido tu hermano, o tus padres, o tus tíos, o tus amigos. Con todo, de unos años a esta parte se ha generalizado el típico comentario de "ah, esa mesa es de Ikea, ¿verdad? Yo la tengo igual en blanco". Y lo mismo se da de país a país: antes de montarnos los muebles que nos hemos comprado en Nueva York, ya sabemos que la mesa del desayuno la tiene en España la hermana de equis y la cómoda, la propia equis. Otro ejemplo fácil de globalización, junto al del vino "Manolo".

Al menos, ir hasta el nuevo santuario del mueble moderno aquí ofrece una recompensa. Si bien a mí la "experiencia Ikea" me suele saturar pasados los 45 minutos, en Nueva York se hace un poco menos pesado por el desplazamiento: ¡en barco! Ikea se encuentra en la parte sur de Brooklyn, hasta donde se puede llegar en un trayecto de numerosas paradas en metro o bien optando por el llamado "Water taxi". Pintados de amarillo, igual que sus primos del asfalto, estos taxis acuáticos ofrecen una línea que lleva directamente del distrito financiero de NY hasta la puerta de Ikea. En un trayecto de menos de diez minutos se dejan atrás los rascacielos de Standard & Poor's y otras conocidas compañías, se pasa por delante de la Isla del Gobernador y, no demasiado lejos, se contempla la Estatua de la Libertad. Siendo gratis los fines de semana, no es de extrañar que a mediodía el barco fuera completo, y no exclusivamente con clientes de Ikea.

El puente de Brooklyn
Aprovechando un respiro del mal tiempo que ha imperado en los últimos días, la siguiente visita a Brooklyn después de Ikea nos llevó a la otra orilla del East River. Decidimos ir en metro hasta la parte más cercana a Manhattan y desde allí bajar hasta el muelle para luego atravesar el puente de Brooklyn, uno de los tres grandes puentes de la ciudad y el probablemente más representativo.

La primera parada la hicimos en el muelle situado al sur del puente, ya en Brooklyn. Allí había dos sitios recomendados. El primero, una pizzería considerada como de las mejores de NY; a tenor de la creciente cola que había desde las seis de la tarde, así debe de ser... El segundo, una heladería (Brooklyn Ice Cream Factory) instalada donde la antigua base de un bote contra incendios. El helado, que hacen allí mismo, está a la altura de la recomendación, especialmente el de frutos secos, por no hablar del hecho de tomárselo en un embarcadero con vistas al puente de Brooklyn a un lado y, de frente, el distrito financiero más famoso del mundo.

Después del helado, vuelta hacia el puente, donde nos incorporamos dispuestos a cruzarlo en compañía de la primera de las visitas con las que hemos coincidido aquí en NY. Lo que no sabíamos era que había que tener cuidado, y no precisamente con caerse por la barandilla, sino con los ciclistas que pasan por su lado del puente. El pasillo central, entre los dos carriles de coches, y unos metros por encima de ellos, está destinado en una mitad a los peatones y en otra a las bicis, con una línea que delimita cada zona. Y ay de quien ose invadir la zona de las dos ruedas: quienes no tienen timbre, van silbato en boca para avisar a los despistados (en su mayoría, turistas; los locales se mantienen "a raya", nunca mejor dicho...) y no llevarse a ninguno por delante.

En general el paseo merece mucho la pena, pues se disfruta de una vista bastante despejada del tercio sur de la isla de Manhattan: al fondo, a mano derecha, el Empire State y el Chrysler, y a mano izquierda, la Estatua de la Libertad. En primer plano, las torres de Wall Street. Y, claro está, el puente mismo merece la pena, una obra de ingeniería de primera magnitud en la segunda mitad del siglo XIX. Curiosamente, cruzándolo aprendí que los trabajadores que lo construyeron corrían el mismo riesgo que los buzos: el síndrome de descompresión (de hecho, el ingeniero se quedó tan tocado que no pudo terminar él solo la obra). A pesar de ello, hicieron un buen trabajo, pues aquí sigue este nexo de acero y piedra marrón. De hecho parece resistir mejor el paso del tiempo que otro tipo de estructuras, las financieras, que levantan los miles de trabajadores que cruzan hacia Wall Street cada día...

domingo, 22 de mayo de 2011

Bienvenida musical a la Asamblea General

Se hizo esperar, pero la presentación fue a lo grande. Después de tres semanas en Nueva York, por fin pisé la ONU. La ONU de verdad, se entiende. No los cinco edificios que ya conozco de todos los que alojan temproalmente oficinas de la ONU. No. La sede. La fetén. La hoy en día destartalada. El "cuartel general", como lo llaman en inglés.

He de decir que ya venía sobre aviso. Amigos que hicieron prácticas aquí me habían comentado que la organización está un tanto... anticuada, por decirlo suavemente. Yo ya lo había comprobado por la parte del sistema de trabajo. Pero las advertencias sobre su estado material se han corroborado. Más allá del hecho, triste pero circunstancial, de haber llegado a esta casa en plena obra de reforma de su sede, lo que todavía se puede visitar tal cual deja patente que las Naciones Unidas no necesitan únicamente la remodelación que se le reclama en su funcionamiento, sino también en sus paredes. La entrada al edificio de la Asamblea General se realiza por un carpa de plástico blanco con goteras. Al entrar se accede a un distribuidor amplio, con una pared de unos veinte metros de alta decorada... por una mancha de humedad de unos cuatro por dos. Desde allí se accedea la Asamblea General propiamente dicha, esa especie de parlamento mundial tantas veces visto por televisión; y ahí estaba todo: las mesas de los delegados con las tabletas para los nombres de los países, las butacas de los asistentes detrás de ellos, los cascos de los intérpretes, las cabinas, el podio verde desde donde hablan los dirigentes internacionales... Y, por estar, estaba... ¡hasta Ban Ki Moon! No, no es que se hubiera dignado bajar a recibirme por ser la primera vez que pisaba la Asamblea. El motivo por el que estábamos él, yo y unos cientos de personas más en la sala era la celebración de... ¡un concierto! Sinceramente, el último modo en que pensaba que iba a conocer la Asamblea General de la ONU era con ocasión del "Concierto por la amistad y la cooperación de las bandas militares de Estados Unidos y del Ejército Popular de China". De lo más pintoresco. Pensaba que se celebraría en algún auditorio dentro del recinto de la ONU, pero no, fue sentado en las mismísimas sillas de los delegados. En mi vida me habría esperado que la Asamblea me recibiera con un tenor chino cantando -en italiano, obviamente- el brindis de "La Traviata" (véase al tenor en cuestión aquí http://www.youtube.com/watch?v=1JiiOuSmDLo).

Cada una de las bandas comenzó con su respectivo himno nacional y con una pieza castrense. Pese a encontrarme en una sala de promoción de la paz, el hecho de que cada una de las bandas tocara, con sus uniformes de gala, sendas marchas militares, me hizo recordar aquello que Woody Allen decía sobre Wagner e invadir Polonia...

Pero lo que sí que resultó un recibiemiento en toda regla en el seno de la cultura norteamericana fue el repertorio de la banda de EEUU: para empezar, el himno nacional y la susodicha marcha; a continuación, el "America the beautiful" (aquí, con Elvis); en tercer lugar, la banda sonora de una película de John Wayne, Cowboys"; y, por último, el "Stars and Stripes Forever" que, dicho así, puede que no suene, pero todos lo hemos oído infinidad de veces cada vez que aparece una película norteamericana con pasacalles y majorettes (aquí, con Bernstein a la batuta, nada menos; si le dais un minuto, llegáis al otro trozo famoso, y no os lo quitáis de la cabeza en todo el día).

Vamos, que no se puede pedir más como confirmación musical de que uno ha llegado ya a tierras estadounidenses...

viernes, 13 de mayo de 2011

Home, high home

Por fin. Después de unos 25 apartamentos vistos, hoy hemos firmado el contrato de alquiler del piso en el que nos instalaremos el próximo día 28. Vivienda conseguida, después de haber mirado en barrios de todo tipo, desde el más refinadamente alternativo del West Village hasta las zonas más animadas del Upper East Side, pasando por antiguas promociones para la clase media cerca de Gramercy.

Finalmente, lo hemos encontrado muy cerca del trabajo, en un barrio en el que abundan, precisamente, los edificios de oficinas, junto con otros residenciales. De hecho, llegamos a ver uno junto a la mía, puerta frente a puerta. Ya sabíamos que queríamos quedarnos en Manhattan, aunque no hacía falta que estuviera tan cerca, desde luego. En realidad, quizá habríamos preferido alguna otra zona más residencial, pero el edificio que hemos escogido está a menos de diez minutos del trabajo andando, lo que es todo un lujo en Nueva York.

Además, por lo que hemos podido comprobar al hablar con los compañeros de trabajo, mudarse es de lo más habitual en esta ciudad. Dicen que la media de alguien que se instala en Nueva York es de unas ocho mudanzas a lo largo de su carrera laboral. Así que no nos hemos puesto demasiado exquisitos en cuanto a la ubicación para nuestra vivienda neoyorquina, durante, al menos, el primer año aquí.

Buscando piso estas dos semanas no se puede evitar comparar con las situaciones paralelas del pasado: desde la primera vez que tuve que buscar habitación en el extranjero, en Bruselas (donde tuve la grandísima suerte de encontrar más que una casera, una mentora) hasta la última experiencia en Manila. Uno de los casos más pintorescos fue sin duda en la isla de La Reunión, donde pasamos por tres alojamientos. El primero, una habitación con terraza de treinta metros cuadrados y envidiables perspectivas del atardecer sobre el Índico. El segundo, la planta baja de una casa que compartimos con algún que otro escorpión. Y el tercero, una habitación donde la ventana era, literalmente, un hueco cuadrado en la pared, aunque con un par de contraventanas de madera (la vía abierta a los mosquitos se compensaba con estar en primera línea de playa).

El piso de esta ocasión, sin embargo, es más fácil de comparar con el de Manila, puesto que coinciden en varios elementos: ambos ubicados en torres de apartamentos, a gran altura (en Manila un piso 21, aquí un 26), y dotados de piscina y gimnasio. Los dos con espacios similares: un salón-comedor, una cocina-pasillo (aquí, por su disposición y exiguo tamaño, las llaman “airline kitchen”) y una habitación con baño.

Diferencias: aquí tenemos una terraza y un armario vestidor. En Manila teníamos orientación oeste y veíamos algún trocito de puesta de sol sobre la bahía, y aquí disfrutaremos de unas magníficas vistas a los amaneceres sobre el East River. En Filipinas nos lo dieron amueblado (aunque con prohibición de decorar) y aquí nos lo dan completamente vacío, salvo por la cocina. Y, por supuesto, en Manila teníamos unos vecinos en el piso 12 que será difícil igualar aquí, aunque lo cierto es que seis pisos más abajo vivirá una de las compañeras de trabajo que se acaba de incorporar al mismo tiempo que yo, y que nos recomendó el edificio.

Pero, por encima de todo, la principal diferencia se refiere a una cuestión que era de esperar: el precio. Digamos que por una superficie similar, unos acabados comparables y un piso sin amueblar, vamos a pagar unas cinco veces más de lo que pagábamos en Manila. Obviamente, también el salario es mayor aquí y existe una ayuda de vivienda, pero puede dar una idea de la diferencia del coste de la vida en ambos países.

En cualquier caso, tenemos ya unas ganas enormes de que llegue el día 28 y nos podamos mudar. Más si cabe cuando está empezando ya el buen tiempo y podremos bañarnos en la piscina que, al contrario de otros pisos que habíamos visto, donde se encontraba en el sótano, en nuestro caso se aloja en un piso 35 con vistas al edificio Chrysler y al Empire State... ¡Qué ganas ya!

martes, 10 de mayo de 2011

De cómo juntar galletas y M&M’s

Galletas de la... ¿fortuna?

La última entrada del blog versó sobre la variada “dieta” que seguimos en nuestros primeros diez días en Nueva York. Desde entonces hemos añadido otro pad thai y otra hamburguesa más a la lista, junto con un rollito de primavera que sabía a primavera... con chorizo, o algo así. Un tanto extraño.

Eso sí, siguiendo con tópicos acerca de la comida que uno ve en las películas norteamericanas, el fin de semana cenamos en un restaurante asiático y el final de la cena nos brindó dos de los clásicos: la cajita de comida china y las galletitas de la fortuna.




Los mensajes de las míticas galletas fueron un tanto desconcertantes. Primero abrimos la de Ana, que se diría dirigido a un alto funcionario del Pentágono:





Que podría traducirse como “Haz que los datos que has obtenido sean usados para un buen propósito”.

Pero la galleta que a mí me correspondió fue todavía más incomprensible:



Algo así como “Hoy experimentarás una intensa visión espiritual”. Por desgracia, más que de la fortuna, la galleta fue del infortunio, y el que pareció tener una visión espantosa y aterrorizadora fue mi portátil: al poco de abrir la galleta, y sin mediar bip, el ordenador se despidió con un pantallazo, un reinicio, y un cuelgue que haría pensar que había visto al payaso de “It” y se despedía despavorido al más allá del silicio.

Dos días y varios intentos de resucitación informática después –con el consiguiente corte en el flujo de entradas en el blog–, sólo puedo llegar a la conclusión de que a mi portátil se le indigesta algún tipo de actualización, así que de momento se quedará desactualizado, el pobre...


Y de postre, M&M’s

Quizá alguien cayera en la cuenta, como yo más tarde, que en la entrada sobre la comida no hablamos de postres ni dulces. Lo cierto es que no hemos probado demasiados, más allá de alguna porción de tarta de queso y alguna galleta tipo “cookie” que, sinceramente, no creo que estuviera tan buena como las de Ana.

Pero sí que merece la pena narrar el atracón que, sin probarlo, nos dimos de chocolate un día. De M&M’s, concretamente. Esta famosa marca de mini bombones de colores tiene una tienda en pleno Broadway, a pocos pasos de Times Square. Aunque decir tienda es quedarse corto: se trata de “M&M’s World” y es, de momento, uno de los lugares más agobiantes que he visitado en Nueva York. Tres plantas enteras dedicadas a estos chocolates y sus coloridos muñecotes con cuerpo de botón, pies, brazos y cara. Caras redondas y grandes ojos por todas partes.
Cilindros de cuatro metros de alto, que continúan en el piso superior, llenos a rebosar de pastillas de colores. Decenas de colores. Combinaciones con las banderas de cada país. Y, cuando pensabas que habían acabado con los colores, empiezan con los sabores, como los rellenos de mantequilla de cacahuete...

Tienen de todo lo que uno se pueda imaginar, y no sólo comestible: muñecos de M&M’s, vasos de M&M’s, toallas de M&M’s, Monopoly de M&M’s, puzzles de M&M’s, trenes de de M&M’s... ¡hasta calzoncillos de M&M’s! Y todo, por supuesto, en una tienda repleta de gente cargada con todo tipo de productos de colorines. No en vano, dicen que las ventas de chocolate son contracíclicas: en plena crisis, las ventas de Hersheys (otra famosa marca de chocolates que tiene tienda gigante a unos pasos de ésta) crecieron un 40% en 2009.

Sé que puede parecer exagerado, pero para mí fue una experiencia casi angustiosa, rodeado allá donde mirara por la ovalada cara de esos bombones con cejas y guantes, que parece que vayan a cobrar vida en cualquier momento, agarrar un paraguas con su propia efigie y blandirlo cual arma en una revuelta del chocolate.


Salir a la calle, además, no ayuda mucho si uno lo hace de noche, como fue el caso de nuestra segunda visita a Broadway, y el momento coincide con el de el final de la mayoría de los espectáculos que allí se ofrecen: la marea de gente es incesante, con grupos de turistas que se arremolinan en la acera en busca del autobús que les corresponda. Pero, al menos, subir la mirada desde el gentío a los edificios ofrece una recompensa: si la primera visita a la zona, de día, ya fue de impresión, la segunda, con los neones todavía más brillantes en horario nocturno, es simplemente fantástica. Es increíble pensar en el tamaño y resolución que han de tener esas pantallas para que uno las esté viendo a decenas de metros de distancia y parezca sin embargo que las tuviera delante en el salón de su casa. Y, aunque la primera visita fuera en sábado, parece evidente –y lógico– que todo el mundo vaya a Broadway cuando cae la noche...


PD: Hay más maneras de juntar galletas y M&M's que en un blog: existen galletas con trocitos de M&M's y... ¡M&M's con trocitos de galletitas saladas dentro!

jueves, 5 de mayo de 2011

La vuelta al mundo en 80 pizzas

La entrada de hoy viene inspirada por el legado de mis genes paternos, de la rama Muñiz, más concretamente: la comida. La afición familiar por comer lleva a que en muchas ocasiones los detalles más solicitados de algún acontecimiento sean los gastronómicos, y Nueva York ofrece en este sentido un filón.

La comida norteamericana está marcada por ciertos estereotipos que, como en la mayoría de los casos, algunas veces son merecidos y otras exagerados. Mis anteriores experiencias aquí, por ejemplo, no fueron para nada como me esperaba. Las primeras fueron en Canadá, donde tuve la suerte de que mi anfitrión, Bob, fuera cocinero profesional. Pero, más allá de esa afortunada –y envidiada– coincidencia, las dos veces que he estado en Michigan teníamos cocineras que hacían menú local para el desayuno, el mediodía y la cena. Y he de confesar que me sorprendió la cantidad de verduras que, de un modo u otro, acompañan las comidas a modo de guarnición. Eso sí, hay ciertos mitos que pude confirmar, como la escasez de pescado y el acompañamiento usual de los platos con toda clase de salsas. De hecho, esa afición por añadir acompañamientos ha ensombrecido en alguna ocasión la tortilla de patatas con la que hemos pretendido ofrecer una muestra de cocina española, pues para un norteamericano no es más que un pastel de patata al que le falta, cuando menos, mayonesa.

Esta vez, y desde que llegamos aquí, parece que también estamos cumpliendo con varios de los tópicos. La comida en Estados Unidos no es más que el reflejo de su sociedad: compensa su relativamente corta tradición con una variedad tan amplia como abierta a cambios y combinaciones. Y en un momento en que uno se está asentando y recorriendo la ciudad por primera vez, las comidas, sobre todo a mediodía, se solucionan con una mezcla de recomendaciones y soluciones que encontramos a mano. Así, en la semana que hace que llevamos aquí, hemos pasado ya por algunos de los elementos más representativos de la comida que se puede encontrar por aquí:

- Jueves: Como no podía ser de otra manera, la cena nada más aterrizar en Estados Unidos tenía que ser (siguiendo con los tópicos) una hamburguesa. Nada extravagante, aunque podríamos haber pedido la especial de carne de búfalo de Canadá.
- Viernes: Pizzería recomendada; masa fina, bastante fiel, según parece, a la italiana. La mía, con una especie de sobrasada.
- Sábado: Tailandés. Bastante decepcionante. De hecho, el “pad thai” de Krachai, en Madrid, deja por los suelos al que nos pusieron. Pero claro, a 8 dólares el menú (y no, no era un chiringuito de la calle: comimos con servilletas de tela), te lo puedes esperar.
- Domingo: Otra experiencia bastante norteamericana –aunque servida en un restaurante francés–: el “brunch”, ese plato que se supone que se sirve como desayuno tardío o comida temprana. “Huevos a la benedictina” y unos sabrosos mejillones a la marinera con patatas fritas.
- Lunes: Hamburguesa de nuevo, pero esta vez, como ya comenté, con sabor a pegamento. Es la diferencia entre las de restaurante normal, como el primer día, y las de las cadenas de comida rápida.
- Martes: Cena en un australiano, aunque era algo que teníamos pendiente desde Filipinas, ya que se trata de una cadena (Outback) que servía las mejores hamburguesas (sí, Ana, por tercera vez; yo me tomé un buen filete) de Manila. Apuesta segura.
- Miércoles: La pizza más cargada que nunca haya visto. Y la antítesis de la del primer día, pues dudo que vaya a encontrar nunca ninguna así en Italia. Mi porción llevaba: tomate, queso, beicon, pepperoni, pollo empanado, cebolla, pimiento verde, brócoli y champiñón. Todo ello apiñado hasta formar un grosor de unos dos dedos. No me extraña que después de eso pasara la peor noche desde que estoy aquí, con unos sueños extrañísimos y desvelado a las 3:30. Una y no más.

A pesar de que por la enumeración parezca que estamos comiendo mal, tampoco es así: por las noches solemos cenar en casa, ensaladas, tortillas y fruta. De hecho, la temporada de mangos acaba de comenzar en México y cerca de casa tenemos un puesto de frutas que los vende riquísimos, así que seguimos haciendo las macedonias de fresa y mango a la que nos hemos aficionado este año. Y, en general, no sentimos que estemos atiborrándonos de comida basura ni cogiendo peso, porque todo lo que comemos lo quemamos caminando de acá para allá, buscando piso. Así que, en muchas de las ocasiones, el abuso de hamburguesa (sobre todo cuando son buenas) está justificado…

martes, 3 de mayo de 2011

Las doce pruebas de Manhattan



De vuelta tras dos días largos y de lo más ajetreados. Combinar el comienzo en un nuevo trabajo con un alto nivel de papeleo junto con la búsqueda de piso en una ciudad del tamaño de la presente son, creo, justificaciones más que suficientes para haber faltado a mi cita escrita (a lo que también ha contribuido la completa superación del desajuste horario).

Ayer fue el primer día de trabajo. Y se confirmó algo que me habían adelantado el día de antes y que yo, sin darme cuenta del todo, ya había narrado aquí: de trabajar EN la ONU, nada de nada. Es decir, físicamente. En la primera entrada del blog adjunté una foto de la torre de la sede central de la organización completamente destartalada (por obras); iluso de mí, pensé que los demás pisos podrían seguir en funcionamiento, el mío incluido. Pero de eso nada. A los traductores de todos los idiomas los han metido en un edificio de ladrillo marrón y perfil escalonado, no demasiado alto, en una calle perpendicular a la ahora maltrecha sede principal. Estamos a apenas unos pasos de la mítica sede, pero se la ve desde lejos con una cierta desilusión. Si se me permite el símil baloncestístico, y aprovechando lo que me perderé esta semana, es como si al Real Madrid de baloncesto, que después de 18 años ha llegado a la final de la Euroliga, le dijeran que el gran partido se va a jugar en la pista verde de El Sargal (o, para los que no la conozcan, en el pabellón del Lucentum de Alicante). Ser no es lo mismo, ya que cuando se llega hasta ahí uno quiere que le pongan el Sant Jordi, la Mano de Elías, el Pabellón de la Paz y la Amistad... Pero claro, tampoco se va uno a enrabietar y decir “ahora no juego”. En mi caso, es un tanto decepcionante, puesto que cuando uno piensa en trabajar para la ONU se espera trabajar en el meollo de la cuestión: el “cuartel general”, las delegaciones, etc. Además, dicen que esto bien podría ser definitivo, o sea, que una vez terminadas las obras no vuelvan los traductores a la sede; ¿razón de más para hacerse intérprete?

Siguiendo con la descripción física, el despacho que se me ha asignado se podría clasificar como un nivel intermedio entre el primero que tuve en Filipinas y el segundo. Al llegar a Manila mi primera ubicación fue una mesa -del ancho del ordenador- y una silla frente a una pared, nada más atravesar la puerta de acceso a la Embajada, en el distribuidor, de manera que los más asiduos se llevaban siempre un pequeño susto cuando me veían por primera vez allí instalado. Eso sí, con la reubicación a los nuevos locales tuve mucha más suerte (que le pregunten al señor Laporta, que escogió cruz) y me tocó escritorio con ventanal gigante y vistas a la bahía de Manila (con atardeceres con ponían blandos a los más gallitos de la plantilla).

Esta vez, como digo, me hallo en situación intermedia: un despacho cerrado de dos por cuatro, sin ventana, en un pasillo interior. Al igual que sucede en toda oficina, los veteranos ocupan los mejores espacios (dicen que los más curtidos no tienen una, ¡sino hasta dos ventanas!). Y hablando de veteranía, mis vecinos de pasillo ostentan el más alto grado. Pero no tienen ventana. ¿Qué cómo puede ser? Pues merced a la bondad del sistema de Naciones Unidas, que una vez jubilados, sigue invitando a sus antiguos colaboradores a trabajar como “temporeros” por un periodo determinado de tiempo al año. Digamos que en mi pasillo descalabro por completo la media de edad. Aunque eso tampoco es difícil, ya que aún tengo que comprobar si hay alguien más joven que yo (difícil de calcular ahora teniendo sólo el aspecto y año de entrada en la ONU). Obviamente, ser el posible benjamín entraña sus desventajas; en primer lugar, porque estoy bastante más abajo en el escalafón. Y, cuando el escalafón se combina con la apariencia, asalta la duda en las sienes plateadas de algunos: los hay quienes la guardan, pero otros la confiesan: “Pero… ¿tendrás experiencia?”. Me han llegado a decir. Como es natural, y gracias a la educación que me dieron mis padres, respondo cortésmente sin que se me erice la corbata, aunque por dentro esté pensando cuál de todas las “experiencias” que he acumulado en estos últimos diez años podrá satisfacer más convincentemente la pávida pregunta que me dirigen.

Pasando ya de lleno al “lado humano de la carrera”, que dirían en los círculos atléticos, el servicio de español está compuesto de unas 50 personas. Me cuentan que ha habido un desplazamiento en dos sentidos. Por un lado temporal, puesto que se han jubilado un gran número de veteranos y eso ha bajado la media de edad. Y por otro geográfico, ya que la creación de facultades de traducción en España está dando ahora sus frutos y en las últimas pruebas de acceso la mayoría de aprobados han sido españoles (más de 20 de unos 25, dicen), con lo que se ha ido contrarrestando la anterior predominancia numérica de los hispanoamericanos y el reparto está ahora más equilibrado. Aun así, todavía se dan ciertas “anomalías geográficas”, como el relativo alto número de traductores uruguayos en relación con su población. Pero si esto es así, qué decir del hecho de que de un total de 50 personas haya… ¡¡dos conquenses!! ¿Quién iba a pensar que el 4% de la plantilla de traductores de NNUU en Nueva York provendría de Cuenca? ¡Eso sí que es sobrerrepresentación, y no lo de Uruguay! Bromas aparte, ha sorprendido que haya llegado un “refuerzo” del conquense que llegó hace año y medio aquí, ya que en líneas generales está bastante repartido: madrileños, como siempre, unos cuantos; pero también (que recuerde o sepa) varios asturianos o hijos de (grupo en el que también me incluyo, faltaría más), un gallego, un canario, un par de catalanes…

En cuanto al trabajo, poco que contar, en vista de que el primer día más que trabajo decidieron que hiciéramos una prueba de obstáculos por Manhattan; como la sede principal está cerrada, todo está repartido por varios edificios, algunos más cercanos, otros no tanto. Digo “hiciéramos” porque ayer se incorporaban otras dos chicas que, casualmente, estaban sentadas a mi lado cuando hicimos las pruebas. En todo caso, nos pasamos el día cual Astérix en sus doce pruebas yendo de ventanilla en ventanilla, obteniendo indicaciones confusas y rellenando formularios que luego misteriosamente desaparecían. La pena es que en lugar de los jabalíes que correspondía a Obélix devorar como prueba, la mía fuera comer una de las peores hamburguesas que he probado nunca, sabor a pegamento incluido (no, si después de venir a EEUU, echaré de menos el Home Burguer Bar de Madrid…). Al final, conseguimos firmar el contrato, presentar papeles varios, abrir una cuenta, reclamar los gastos de viaje, las dietas y la ayuda de mudanza, sacarnos la credencial de la ONU y, a las 16:30, cuando ya nadie nos esperaba en la oficina, llegar por primera vez a nuestro lugar de trabajo. Al menos allí se acabó el papeleo, aunque sólo sea por unos días, pues pronto empezaremos con cursillos varios de aprendizaje de los usos y costumbres de la casa…
En resumen: bastante ajetreo, tanto físico como mental, ya que hay bastantes trámites que hacer y, de momento, unas cuantas gestiones pendientes que tener en mente. Y, por supuesto, la cuestión de buscar piso. De momento en el trabajo son bastante flexibles y hoy he podido salir a ver cuatro, aunque es complicado encontrar algo que se ajuste totalmente a lo deseado. Eso sí -y aunque ya tendré tiempo para cansarme de ello-, me pregunto: entre papeleo, pisos, cursos introductorios y demás… ¿cuándo empezaré a traducir?

domingo, 1 de mayo de 2011

¿Vivir a lo "Sexo en Nueva York"?

Comienza el asombro

Broadway y Central Park. Eso ha bastado de momento para sacar el matiz sorprendente que uno espera de Nueva York después de tanta antelación, comentarios grandilocuentes y expectativas. Como comenté en su momento, la Quinta Avenida no me emocionó especialmente, quizá porque nunca me ha ido demasiado la moda a nivel abrumador. Tal vez la falta de emoción resida también en haber llegado con los antecedentes en la memoria de varias ciudades con rascacielos, como Toronto, la más similar a Nueva York hasta ahora, o Hong Kong y Shanghái en Asia. Puede que cuando uno sale de España y la primera gran urbe con torres de decenas de pisos que conoce es Nueva York impresione más que si ya se han tenido varias muestras como aperitivo.

Sin embargo, en el segundo día en la ciudad, enfilar Broadway y llegar a la altura en que se une con la Séptima sí que consiguió transportarme a lo que me podía esperar como pasmoso de esta ciudad. Ya antes de ese nexo comienzan a aparecer los grandes anuncios de musicales y anuncios publicitarios. Entonces uno llega a Duffy Square y se sienta en las gradas rojas que cubren el pequeño edificio en el que recientemente han reunido todas las cabinas de venta de billetes para los musicales. Ahí estoy. Esto sí que es el Nueva York que me impresiona. Las pantallas son de un tamaño descomunal y, aunque la parafernalia anuncie marcas que no resultan en su mayoría extrañas, pues ya las tenemos por todas partes, no deja de ser algo diferente a todo lo que haya visto anteriormente. Máxime cuando desde esas gradas rojas alcanza uno a ver Times Square y, sobre uno de los edificios que la flanquean, una gran bola y un cartel de “2011”. Obviamente, el primer pensamiento al localizar esa esfera en las alturas es trasladarse al 31 de de diciembre, e imaginarme esperando en este mismo peldaño rojo, aunque rodeado de algunas miles de personas (más), la llegada del nuevo año. No obstante, no creo que mi fiel adalid fuera a resistir la espera, ni aunque nos lleváramos los langostinos cocidos de cena y una botella de sidra “El Gaitero” para intentar entrar en calor.

De nuevo, me imagino que la sensación en torno a Broadway es una cuestión de impresiones y experiencias previas. Del mismo modo que a alguna apasionada de las tiendas (se me ocurre alguna candidata…) puede parecerle un sacrilegio que yo no me inmute con la Quinta Avenida, quizás alguien que llegue habiendo estado ya en Tokio no le impresionara Duffy Square tanto como a mí.

Lo mismo me figuro que sucederá con Central Park, que es donde hemos pasado la mañana del domingo. Veníamos con el grato recuerdo del Bois de la Cambre, en Bruselas, como ejemplo más cercano de gran parque urbano. La Casa de Campo no la conocimos demasiado, por lo que no podemos comparar, y otros ejemplos como El Retiro o el Campo de San Francisco de Oviedo se quedan pequeños como referencia. Así que Central Park, simplemente, es grandioso. Por un lado, por el hecho de pensar que fue obra del hombre y que se haya conseguido una zona tan espectacular partiendo de un cenagal. Por otro, porque sorprende que quienes lo levantaran no cedieran (ni hayan cedido sus descendientes) a aprovechar el espacio, como se ha hecho con tantas otras zonas de la ciudad, para el desarrollo urbanístico. Y por último, aunque esto es meramente accesorio y muy personal, porque cuando mientras lo visitábamos circulaban a nuestro lado miles de bicicletas. Como ya sabía, hoy se celebraba la “Vuelta a los cinco distritos” municipales de NY, en la que, por desgracia, no hemos podido participar por estar cerrado ya el cupo. Pero ver tal magnitud de ciclistas circulando tranquilamente por el parque ha sido un gran placer (aunque más lo habría sido haber podido cruzar alguno de los puentes de la ciudad sin tráfico, cerrado para los locos de las dos ruedas…).

Vecinos de Sarah

Como ya anunciaba, el sábado seguimos con nuestras citas inmobiliarias. Y no fue una visita cualquiera. Estuvimos con una agente española que llega ya largo tiempo en Nueva York y que nos llevó a ver un apartamento en Greenwich Village (“el Village”, para los locales), una de las zonas con más carisma de la ciudad, aunque en un sentido totalmente diferente a la imagen que uno suele asociar con Nueva York: calles arboladas y estrechas de un solo sentido, edificios de tres o cuatro alturas con escalinatas de acceso y restaurantes desenfadadamente elegantes para gente a la última del moderneo.

La casa que vemos está en una de esas calles; hace esquina, y es propiedad de unos gallegos que llevan ya décadas en Nueva York. En la planta baja tienen un restaurante español, y en las tres superiores, apartamentos de alquiler. Vemos el del tercero, algo pequeño, en comparación con lo que habíamos visto antes. Pero al menos tiene un considerable punto positivo: la terraza. No, no una simple terraza, sino toda la superficie del tejado, donde pretenden instalar suelo y valla de madera para poder disfrutarla con el buen tiempo (la barbacoa del anterior inquilino estaba ya arriba). Desde allí se ven los tejados de edificios similares en la cercanía, algunas torres más altas en el horizonte y, casi en todo momento, algún avión o helicóptero sobrevolando el cielo neoyorquino.

Pero la nota más peculiar acerca del apartamento la pone el vecindario: aún desde el tejado, apoyados en la barandilla de la terraza, nuestra anfitriona nos señala una casa en la manzana de en frente, a priori una casa más en la fila de adosadas que integra. En ella, nos dice, vive Sarah Jessica Parker, una de las protagonistas de “Sexo en Nueva York”. Se enteran de cuándo va a salir de casa por la nube de paparazzi que toma posiciones en el restaurante de la planta baja. Y algo parecido, nos sigue diciendo, sucede cuando va a comer en él Brad Pitt, que tiene piso en otra casa cercana.

Bien saben los que me conocen (y algunos que han intentado que lo vea) que a mí Sarah Jessica Parker, “Sexo en Nueva York” e incluso “Gossip Girls” me han dejado, igual que la Quinta Avenida, un tanto indiferente . Y más en este caso, ya que el hecho de que la Parker viva al lado no creo que ayude a bajar el precio que piden ya de por sí alto para el alquiler en uno de los barrios mejor valorados por los neoyorquinos que buscan vivir en una zona con personalidad.

Antes de irnos, pasamos también por una pastelería (“Magnolia Bakery”) que, según nos han dicho, sale también en la serie. Bueno, lo de pasar es más literal que nunca, porque la cola da la vuelta a la esquina de manera casi ininterrumpida desde que sus protagonistas aparecieron degustando sus magdalenas decoradas (“cupcakes”) en ella. Eso sí, sé de alguna que se acercará algún día para ver si necesitan aprendiz de decoradora de pasteles…

Mañana, el gran día

2 de mayo. Mientras mis amigos madrileños estarán de puente, yo comenzaré mi aventura laboral en las Naciones Unidas. La verdad es que hasta ahora no he estado apenas nervioso, pensando siempre que lo más difícil, llegar hasta aquí, ya estaba hecho. Pero a medida que se acerca el día sí que crecen tanto las ganas como, en menor medida (ya lo sabrán quienes me conocen) los nervios. De momento, no creo que mañana tenga ya una toma de contacto significativa con el trabajo, sino más bien papeleo. Pero eso es harina de otro costal, que llegará, esperemos, en la próxima entrada…