jueves, 14 de julio de 2011

Primer 4 de julio

Dos meses después de haber llegado a Nueva York, y apenas aclimatados, nos plantamos en su famosa fiesta nacional: el 4 de julio. Después de verlo en tantas películas, algo teníamos que hacer para satisfacer las altas expectativas de todos los clichés culturales acumulados: la barbacoa, los fuegos artificiales, las omnipresentes banderitas... Finalmente, y tras sopesar varias opciones, optamos por pasar un 4 de julio, al menos de día, más tranquilo e "histórico".


Van Cortlandt Manor

A las nueve de la mañana tomamos nuestro primer tren estadounidense, un cercanías, que nos llevó al valle del río Hudson, a unos sesenta kilómetros al norte de la ciudad. Tras un breve paseo por arcenes poco "amigables para los peatones", llegamos a la casa solariega de los Van Cortlandt. Forma parte de lo que aquí llaman "patrimonio histórico", entendido siempre desde el concepto de "histórico" que se tiene en Norteamérica, claro está, pues no deja de ser una finca del siglo XIX a orillas de un río con la casa de los amos (nada del otro mundo), una huerta y una posada. Decidimos ir allí, por un lado, por salir de Nueva York, y por otro porque tenían actividades especiales con motivo del 4 de julio. Concretamente, queríamos ver una recreación histórica (muy populares aquí) de la celebración de esta fecha en 1801. Mi lado masculino, por supuesto, lo hacía por la mini compañía de aficionados a la historia (o al fandango histórico) que iban a recrear un campamento de la Guerra de la Independencia.


La recreación social fue todo lo que las numerosas familias que por allí pululaban podían desear: una mujer enseñaba cómo se hacían los ladrillos, había una forja instalada, se organizaron bailes populares de la época y lugareños en atuendos de antaño enseñaban con gran (¿excesivo?) celo las casas. El momento más divertido fue cuando una venerable señora nos dijo, llena de orgullo y sin despeinarse la cofia holandesa, que el comedor de la posada era un ejemplo de igualdad porque allí podían compartir mesa y mantel el pastor y las señoritas, no como en Europa, donde a ciertas personas no se les permitía sentarse a ciertas mesas. Ana y yo, europeos en territorio ajeno, nos miramos, nos sonreímos y pusimos cara de póquer. Pero, como bien nos dijo otra europea, podríamos haberle preguntado si los esclavos negros también comían con zagales y damiselas...

En cuanto a la recreación histórica, fue como esperábamos: tienda de campaña, uniformes de época, mosquetes y salvas de cañón para disfrute de las generaciones a las que no nos ha tocado el servicio militar. De nuevo sin llamar mucho la atención, no fuera a ser que nos miraran mal por aquello de venir de Europa y ser súbditos de una monarquía, aunque quizá podríamos recordarles que en un momento dado apoyamos su causa también (y así nos fue luego con nuestras colonias...).


Fuegos artificiales

Después de una mañana de revitalización pulmonar e histórica, volvimos a Manhattan con la buena noticia de que una amiga nos proponía ir a casa de otro amigo para ver los fuegos artificiales, invitación providencial puesto que no teníamos claro cómo hacer para disfrutar de los que, dicen, son los mejores fuegos artificiales del país. Antes los hacían siempre en el East River; de ser así, los hubiéramos visto sin problemas desde nuestra propia casa. Sin embargo, últimamente se turnan de río, y el Hudson no se alcanza a ver desde nuestra azotea.

Por suerte, nuestro anfitrión brasileño para esa noche nos invitó a ver los fuegos en su terraza, desde donde podíamos abarcar casi todas las plataformas de lanzamiento que se colocan en el río. Así pudimos contemplar desde una ubicación envidiable todo el despliegue de luz (sin sonido, eso no llegaba hasta la 8ª Avenida) de los famosos fuegos artificiales del 4 de julio. No faltaron, por supuesto, los que combinaban el azul, el blanco y el rojo. Y una novedad en efectos pirotécnicos que no habíamos visto hasta ahora: el "smiley" o cara sonriente.

Para rematar un día de lo más completo, no cenamos barbacoa, ni perritos, ni siquiera hamburguesa. Digamos que el fin de fiesta fue de lo más atípico: karaoke brasileño en casa de nuestro anfitrión. Supongo que fue un colofón al día de Estados Unidos acorde al perfil multicultural de una ciudad que, a menudo, se cita como la menos prototípicamente estadounidense del país.