miércoles, 29 de junio de 2011

Bibiana y la Gran Manzana

Ayer me encontré a Bibiana Aído por la calle. Esta frase no tendría nada de especial si no fuera por el lugar y el momento. El lugar: Nueva York, Segunda avenida, a 300 metros de la sede de la ONU. Estaba sola, parada hablando por teléfono frente la farmacia por la que paso todos los días para ir a trabajar. Iba arreglada de manera sencilla, con un vestido de estamapado lineal en tonos grises y blancos. A decir verdad, no llamaba la atención en ningún sentido y podría haberla tomado por otro de los cientos de ciudadanos anónimos que me cruzo cada día en esa avenida, pero dio la casualidad de que mirara hacia ella en el momento oportuno.


El momento: apenas días después de que se anunciara en la prensa que sería asesora de uno de los últimos organismos de la ONU, "ONU Mujeres". Me imagino que habrá hecho un viaje para reconocer el terreno porque, según su compañera Pajín, sigue siendo Secretaria de Estado. La verdad es que no queda muy claro si estará aquí a tiempo completo o compatibilizará las dos funciones hasta que cese en su actual cargo, pero al ritmo que van las búsquedas de nuevos destinos entre los de sus filas, no sería de extrañar que aterrizara aquí pronto para instalarse.


Cuando la vi, estaba hablando por teléfono en la acera, en una conversación que parecía más bien desenfadada. Según volvía hacia casa, y conociendo el probable motivo de su aparición en Manhattan, mi pasatiempo mental por el camino fue el intentar especular acerca de a quién podría estar llamando.



Opción 1: "Hola mamá, acabo de salir de mi reunión con la Bachelet. Parece muy maja, me ha dicho que se alegra mucho de tenerme como nueva miembra de su equipo... No llores mamá... Sí, sé que estaré muy lejos, pero piensa en lo orgullosa que tienes que estar de mí. ¡Quién me iba a decir que llegaría a la ONU cuando empecé con lo de la Agencia de Desarrollo del Flamenco!".



Opción 2: "Sí, José Luis, le he dado recuerdos, como me dijiste, y le traído esos bombones que tanto le gustaron en La Moncloa cuando hablasteis lo de mi puesto el mes pasado... Pues nada, muchas gracias, y mucha suerte, y a ver lo que te toca a ti, que yo por lo menos ya me he recolocado, pero tú aún tendrás que buscarte algún consejo de administración de alguna gran empresa, ¿no? Aunque con tu clarividencia económica, cualquiera te contrata de asesor...".



Opción 3: "Buah, tía, alucinas por aquí, Leirecita. Menudo despacho con vistas al edificio Crízler ése. Después de las elecciones tienes que venir a verme, que tendrás mucho tiempo libre, y nos vamos de compras a Chinataun, que los bolsos de imitación están rebaratos. ¿Que qué dirá la Sinde? Bah, seguro que no le importa, los de la SGAE no creo que se molesten tan lejos...".



Especulaciones aparte, no deja de ser paradójico que la ex ministra haya llegado hasta aquí y que otros se hayan quedado por el camino. Me refiero, obviamente, a la candidatura de Moratinos para la FAO. Según parece, para Moratinos se movilizó intensamente la maquinaria del Ministerio de Exteriores, y no dudo de que el puesto merecía el esfuerzo. Pero es un ejemplo más de los diferentes modos de hacer diplomacia. Partiendo de que eran aspiraciones completamente distintas, y de que la jefatura de la FAO es infinitamente más difícil de conseguir que el puesto que le han dado a la de Igualdad, supongo que al final es una cuestión de hilos, y en el caso de Aído, ha tenido la suerte de que había muchos menos que tocar al poder reducirse la transmisión de ex presidenta a (futuro ex) presidente.
Además, según me cuenta algún amigo que gusta también de especular, en realidad no viene de asesora, si no de segunda de la segunda y en labores administrativas... Sea como fuere, está claro que en nuestra clase política sigue primando aquello de la "honra sin barco": quédense ustedes con el barco yéndose a pique, que yo y mi puesto nos vamos a mucha honra a la Gran Manzana...

miércoles, 8 de junio de 2011

Call me Ishmael

Hace algunos meses, una notable traductora me envió un artículo del NY Times (Found in translation) en el que se describían algunas de las dificultades del arte que ella ejerció durante algunas décadas. En él se ponía como ejemplo la complejidad de traducir la primera frase de la obra Moby Dick. El libro comienza con tres palabras, aparentemente inocentes, pero, como reflexiona Michael Cunningham, escritor traducido, cargadas de intención: "Call me Ishmael". Resumiendo su exposición, argumenta lo enrevesado que resulta, a pesar de realizar una traducción fiel, el plasmar el ritmo, el efecto sonoro o, en este caso, la fuerza de tres meras palabras. "Llámame Ismael" no suena, por más leal que sea al original, igual que el inglés. No cautiva tanto. Punto para los detractores de la traducción (aunque sin llegar a aceptar que un día Google Translator nos reemplazará a todos).

Hace algunos días, me topé con un ejemplar de Moby Dick en inglés. Habiendo descubierto hace poco que su autor era neoyorquino, y encontrándome yo en su ciudad, me pareció buena idea que el primer libro que comprara en Nueva York fuera una obra célebre (aunque sólo sea por el título, como tantos otros clásicos) de uno de sus ciudadanos.


Hace algunas horas, salía del trabajo pensando que era el primer día en que no tenía que ir a compar muebles o aspiradora ni esperar a que me trajeran ninguna de las compras a casa. Tenía la tarde para mí, ya que además Ana tenía sus propios planes. Así que decidí subir a la terraza (piso 36), acomodarme en una tumbona y comenzar a leer Moby Dick. El sol todavía daba sobre el edificio, bajando ya hacia el oeste, así que me puse de frente para intentar compensar la ausencia de rayos (UVA o de ningún otro tipo que no sean artificiales) en mi despacho sin ventana.


Comencé a leer el libro (allí estaba el comienzo esperado: "Call me Ishmael") y el primer capítulo resultó ser una apasionada descripción de cómo el hombre busca el mar o, cuando menos, el agua, siempre que la tiene cerca. Comienza describiendo a quienes se asoman a los ríos en la propia Manhattan de hace 150 años, pero también describe cómo, cuando no se tiene el agua cerca, se pinta, o se sueña, o se inventa. Como evasión y como consuelo, como búsqueda de un misterio vital, embelesando como hace de manera paradójicamente similar a la que consiguen las llamas de una hoguera.

Me hallaba absorto ya en la narración de un tal Ishmael que está a punto de embarcarse en busca de una ballena legendaria, cuando levanté la cabeza y vi mi propia ballena. Gris, plateada, gigante e inmóvil. Erguida frente a mí, a unos pocos cientos de metros de distancia, mirando al cielo. Resultaba increíble pensar que habían pasado los minutos leyendo en la terraza y hasta entonces no me hubiera dado cuenta de que estaba ahí: el edificio Chrysler, uno de los rascacielos más famosos del mundo, me vigilaba inmutable mientras yo pasaba las páginas.



Recién comenzado Moby Dick y apenas iniciada mi vida en Nueva York, es fácil trazar un paralelismo entre ambos. En cierto modo, la vida en esta ciudad se asemeja a navegar por un mar de hormigón, en el que el chillido molesto de las gaviotas se torna en sirenas de bomberos, pero que, al igual que en el caso de los balleneros, ofrece grandes recompensas a quien persiste en la marea. Cuando parece que estás en ninguna parte, en una azotea anodina de un apartamento cualquiera, levantas de repente la cabeza y te encuentras con la silueta de uno de los iconos arquitectónicos del siglo XX. Paseas por el parque sin un rumbo determinado y, de la nada, aparece otra inesperada ballena bajo la forma del colosal Museo Metropolitano. Doblas una esquina de una calle aparentemente sin lustre y surgen sin previo avisa decenas de cetáceos de neón.

Lo cierto es que, debido a ese falso conocimiento antes mencionado de obras clásicas, ignoro cómo termina el libro, aunque me puedo hacer una idea. En todo caso, sí sé que, en lo que a mi particular aventura neoyorquina respecta, habrá sin duda muchas más ballenas, a cual más sorprendente, esperando ser descubiertas.