domingo, 27 de noviembre de 2011

Acción de Gracias

Existen tradiciones culturales que, vistas desde una sociedad distinta a la que las celebra, adquieren un tinte casi legendario. Al menos, esa es la impresión que me daba Acción de Gracias desde la perspectiva de un español con relativamente poco contacto con la sociedad de Estados Unidos antes de llegar a Nueva York. Había tenido, como tantos otros de mis compatriotas, las impresiones que transmiten las series y las películas: reunión familiar y comida copiosa que incluye invariablemente el pavo asado. Pero las preguntas eran más que la información en pantalla: ¿qué sentido tiene que la gente recorra medio país siendo una fiesta que se celebra a un mes de Navidad, donde no espera sino más familia y festines? ¿Por qué tanto pavo? Y, sobre todo, ¿qué se celebra? El nombre de la fiesta es bastante explicativo, pero más allá de la denominación, ¿por qué se da gracias? ¿Y cómo se dan gracias?

Las respuestas, como para todo, flotan en internet. Sobre el origen, algunos historiadores mentan a los españoles que campaban por Florida hace cinco siglos. Y, respecto al motivo, nada que no inventaran tantas otras civilizaciones antes: una buena cosecha. Si bien en nuestros días la cosecha de la mayoría de los occidentales se reduce a la celulosa verde de los billetes de dólar, la ocasión era propicia para intentar comprender mejor en qué consiste la fiesta. Además, tuvimos hasta el honor de poder celebrarlo con una estadounidense, hija de la pareja con quien lo celebramos. Aunque su aportación fue testimonial, ya que con dos años no pudo hacer muchas recomendaciones sobre cómo festejarlo.

Operación Turducken

Obviamente, puestos a celebrar, y siendo grandes aficionados a la cocina, no íbamos a encargar un pavo ya cocinado de 150$, así que decidimos trabajarlo todo, en la medida de lo posible, desde cero. Al mismo tiempo, quisimos ceñirnos lo máximo a la tradición, y no dejarnos tentar por extravagancias como el "turducken", nombre que esconde tres animales y un plato que se diría salido de una película de terror: un pavo relleno de un pato entero deshuesado, relleno a su vez de un pollo entero deshuesado. Quien quiera pesadillas gastronómicas, que busque una foto en Google.

Centrados sin embargo en el modo tradicional, lo primero era buscar el bicho. Siguiendo las recomendaciones de la conciencia del resto de comensales, buscamos un pavo que hubiera correteado al aire libre y no se hubiera dopado con antibióticos. No fue demasiado difícil encontrarlo, gracias al mercado cercano a mi trabajo. Ni tan caro como esperaba: 40$ por casi 6 kilos de pavo.

Si bien en un principio no lo íbamos a celebrar en nuestra casa, un problema electrodoméstico hizo que el pavo acabara en nuestra nevera. Así, el miércoles por la noche lavamos a conciencia la caja de mis cosas de la bici (a falta de nevera playera) y nos dispusimos a preparar al animal para su baño nocturno o, como aquí dicen, "brine". En realidad, al no tener información de primera mano estadounidense, todas las instrucciones sobre cómo prepararlo las sacamos de internet y, en especial, de la sección "You're doing it all wrong" del sitio Chow (impagable). De entre las dos escuelas de marinado -seco o por inmersión- optamos por la húmeda, así que el pavo pasó su última noche crudo en un baño de agua con sal, pimienta, cebolla, ajos, naranjas, limones, laurel, romero y tomillo.

Día D, hora Pavo

El jueves de Acción de Gracias nos levantamos pronto para darle al pavo su largo horneado. Tras prepararle una "camita" de apio y zanahoria, vino la parte más desagradable (o divertida, si de pequeña jugabas a diseccionar los riñones de los conejos que compraba tu madre, como algunas): separar la piel de la carne del pavo. La operación consiste en meter las manos por uno de los extremos abiertos del pavo (cuello o, ejem, trasero) e ir despegando la piel con cuidado de no romperla. Y, una vez hecho, repites la dinámica pero con las manos llenas de aceite y hierbas frescas. Un auténtica delicia que hacer después del café con cereales.

El ceremonial termina con el monstruo alado en el horno durante unas cuatro horas. En ese tiempo, terminamos de preparar los numerosos condimentos y guarniciones que lo acompañan. Curiosamente, el relleno (stuffing), no lo hacen dentro del propio pavo, sino en una fuente aparte; básicamente, trozos de pan, manzana, apio y cebolla al horno con un caldito.

Otros acompañamientos incluyeron el puré de patatas, hecho también desde cero siguiendo las instrucciones de Chow para no caer en "lo peor que le podrías hacer a una patata"; la salsa de arándanos rojos, para ponerle el punto amargo; la salsa de la cocción del pavo, una vez salido del horno; y, preparado por nuestra invitada, la guarnición más rara de todas: una especie de puré de boniatos con marshmallows (nubes) gratinado encima, dulce a más no poder. Sólo nos faltó el maíz, que también suele venir hiperglucémico.

Que comience el festín

El pavo salió dorado y resplandeciente del horno tras cerca de cuatro horas, cuando el hambre comenzaba a apremiar. Sentados a la mesa, nos volvió a asaltar la duda: tenemos el pavo, las guarniciones, los invitados... y ahora, ¿qué? ¿Cómo empieza una cena de Acción de Gracias? ¿Con todos dándose la mano, como en las películas? Nuestros anfitriones/invitados, que ya lo habían celebrado dos veces antes, nos dijeron que lo normal es dar gracias (elemental) por lo bueno que haya ocurrido desde el año anterior. Así que, dada la ocasión, dimos gracias por nuestra llegada a Nueva York, por la oportunidad de vivir aquí y por haber encontrado a gente que, como ellos, nos han dado una gran acogida.

Y, terminadas las formalidades, ¡al diente! Contrariamente a otro tópico peliculero, no trinchamos el pavo en la mesa (doing it all wrong), ni sacamos el cuchillo eléctrico; ni siquiera se ocupó de atacarlo el único padre de familia presente. En lugar de ello, las dos mujeres se armaron de sendos cuchillos y comenzaron una metódica disección del manjar: cortar en dos, demembrar, sacar pechugas, cortar pechugas. Limpio y despiezado en la mesa, sin trozos de carne saltando del cuchillo a la camisa del comensal.




La comida, a pesar de ser nuestra primera vez, salió fantástica: el pavo en su punto, los acompañamientos sabrosos, las salsas trabadas. Cada plato desbordaba de carne y guarniciones, y la duda era con qué comer cada trozo de pavo: ¿puré y salsa de arándanos? ¿Relleno y la salsa de la carne? Un auténtico festín.

Para rematar, teníamos una de las mejores tartas que mi compañera de recetas haya hecho. Lo tradicional es la tarta de calabaza. Sin alejarse demasiado de la costumbre, la repostera optó por una tarta de queso con crema de calabaza. Deliciosa. Desde la masa de galleta triturada, con su toque de jengibre, hasta la capa superior de nata agria, pasando por el fantástico relleno de crema de queso y puré de calabaza. Una tarta para recordar.

Fin de fiesta

Para terminar la celebración, brindamos con sidra achampanada, pero en su versión más triste, pues los norteamericanos llaman "sidra" al zumo de manzana con gas. En otras palabras, un Kas Manzana en botella de champán. La infusión, también obligatoria en estos banquetes, fue de menta alicantina.

Después de Halloween, podemos tachar una tradición más de nuestra lista de experiencias en EEUU. Cierto es que no lo celebramos con una familia local, en un comedor gigante y con 10 invitados a la mesa. Algo de ese misterio de la fiesta, de cómo lo celebrarán de puertas adentro, sigue inevitablemente presente en nuestro espíritu. Pero al menos quedamos satisfechos de haber preparado nuestro día de Acción de Gracias de un modo más tradicional que muchos norteamericanos que encargan la cena entera. Y, por supuesto, de haberlo celebrado "en familia", o al menos con los que, para el expatriado, se convierten en lo más cercano a ella.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Un sábado de otoño

De entre los pocos pero apreciados lectores de este blog, algunos se han interesado por mi vida cotidiana en esta ciudad, no sobre sus peculiaridades o lugares únicos, sino sobre las actividades que uno puede realizar como parte de su vida corriente. Al fin y al cabo, la ciudad se ha convertido en nuestra ciudad, no en un mero destino turístico, aunque sigamos saliendo cámara en ristre a menudo. Para intentar reflejar un atisbo de cotidaneidad neoyorquina (si es que eso existe), esta entrada narra la vida en Nueva York en un sábado cualquiera.

Mañana: dormir y orden

Un sábado normal es habitual que nos levantemos sobre las 9:00, incluso en las pocas ocasiones que salimos y se nos hace tarde. Quizá en parte se deba a que el sol en una planta 26 orientada al este entra con toda su intensidad y nuestros estores no hacen gran cosa por impedirlo. Para compensar las prisas entre semana, desayuno en condiciones: a veces nos animamos por la "tostada francesa", pero más a menudo solemos optar por el pan con tomate rallado y aceite. Entre eso y el juego de tazas de Sargadelos que sacamos los festivos, los fines de semana nos reconectan con los desayunos de la tierra.

Después de desayunar toca poner algo de orden en el piso, especialmente si, como se está haciendo habitual, el viernes hemos tenido gente en casa (gran acierto el de traerse el Trivial). Lo siguiente, si es que no está decidido del todo, es perfilar el plan para el día. En esta ocasión, con actividades varias.

Comencemos por Egipto

Viendo durante la semana la película "Cuando Harry encontró a Sally", nos dimos cuenta de que en una escena los protagonistas visitan una sala egipcia del Metropolitan que da a un Central Park teñido de otoño. En vista de que la temporada coincidía y que aún no habíamos visitado esa sala, nos lo marcamos como plan matutino de sábado. Llegados allí, el lugar viene a ser como el templo de Debod de Madrid, pero en lugar de tener el monumento en mitad del parque, está a un lado de él, y tiene más gente. En todo caso, la visita mereció la pena, ya que detrás de las cristaleras todavía aguantaban algunos árboles dorados y rojizos.

Pizza de temporada

Como cultura y hambre suelen ir de la mano, nuestra siguiente parada sería el almuerzo. En lugar de tomar el autobús optamos por cruzar Central Park a pie y seguir disfrutando de las vistas de otoño. El parque se empieza a preparar ya para el invierno: se ve menos gente jugando al béisbol y ha comenzado la temporada de hockey sobre hielo; las barcas se hacen más escasas en el lago y en la fuente de Bethesda, recién vaciada, un solitaro indigente recogía una a una las monedas del fondo ahora seco. El parque en sí está precioso, con la única pega de que el ropaje de otoño le dura menos que la frondosidad de primavera y verano.

Para la comida, algo improvisada, hacemos nuestro tercer intento de probar una de las supuestas mejores hamburguesas de la ciudad, la del Burger Joint del Park Meridien, pero volvemos a rendirnos: últimamente hay tanta cola que hasta han puesto una barrera para organizarla. Así que optamos por la opción fácil pero segura, que es la pizza que hornean en el supermercado Whole Foods de Columbus Circle, ya que tenemos que quedarnos por la zona. Al contrario de lo que pueda parecer por ser un supermercado, es la mejor pizza que he probado hasta ahora aquí, tanto por la masa como por los ingredientes. Además, las recetas cambian con frecuencia y se adaptan a los productos de temporada. En esta ocasión probamos la pizza con calabaza asada que, sorprendentemente, nos convenció.

Té panorámico

Una de las razones para comer en Whole Foods es que habíamos quedado para tomar café a las 16:00 en esa misma plaza, la de Colón, con una "visita", término que también ha de aparecer en cualquier descripción de la vida, si no cotidiana, sí habitual en Nueva York. En este caso se trataba de amigos de amigos venidos a un congreso médico, cuyo hotel quedaba en aquella zona. Para mayor facilidad, propusimos vernos en el restaurante del Museum of Art and Design, que no conocíamos pero del que teníamos buenas referencias.

El lugar y la hora resultaron un acierto, al igual que el haber reservado una mesa en el ventanal. Desde ella se veía todo Central Park, comenzando por su entrada sudoeste, además de la propia plaza de Colón y la decoración de las torres Warner que se encuentran en ella. Hasta podíamos ver un concierto en un auditorio acristalado en los pisos inferiores de las torres. A medida que fue atardeciendo desapareció el parque y se quedaron las luces de los coches y de la decoración navideña de los árboles y de las tiendas. Toda una vista para disfrutar de un buen té.

Comienza la Navidad

Y no es sólo en los árboles donde se deja notar. Terminado el café, bajamos caminando hasta la calle 35. Tras abrirnos paso por la esperada muchedumbre de Broadway y Times Square, llegamos hasta la calle 42 y la 6ª avenida, donde ya se ha instalado una de las pistas de patinaje más famosas de la ciudad, con permiso de la del Rockefeller Center: la del Bryant Park. Llegamos justo en el momento en que estaban limpiando el hielo, con la pista completamente desierta a excepción de la máquina y un "guarda patinador". Poder verla vacía fue una maravilla en comparación con la marabunta de gente que la asaltó en cuanto la volvieron a abrir a los patinadores.



Tomando ya la 5ª avenida, nos sorprendió comprobar que algunas tiendas ya se han tomado en serio la Navidad. Los grandes almacenes Lord & Taylor tenían ya montados unos espectaculares dioramas articulados con escenas festivas. Y digo festivas porque, con el ánimo de no ofender -o, peor aún, ahuyentar- a ningún posible cliente, aquí felicitan todo, literalmente: "Happy everything!". Y si no, véase la foto, con el árbol de Navidad y el candelabro ritual judío. Sólo faltaba un retrato de Mao colgado de la casa de muñecas...



Cumpleaños a la oriental

Para rematar el día teníamos la fiesta de cumpleaños de un compañero de trabajo. La cena previa fue en un restaurante chino, el Grand Sichuan, que, como luego descubrimos, hace honor a su nombre, pues según parece en la región de Sichuan es típica la comida picante. En el menú: sopa de pescado, crepes de verduras, ternera a la naranja, pollo picante... Un menú largo y predominantemente infernal.

La fiesta en sí siguió en la línea oriental, ya que habían reservado una sala en un karaoke coreano. Eso sí, forrada por completo con fundas de vinilos de Elvis Presley. El repertorio fue en su mayoría yanqui debido a los invitados, pero eso no impidió que los hispanohablantes de ambos lados del Atlántico allí reunidos nos emocionáramos cantando obras de algunos de los artistas que unen ambas orillas, como el "Amante bandido" de Miguel Bosé.

Paseo nocturno y a la cama

Un sábado normal habría incluido algo más de transporte público, pero en este caso todo estaba lo suficientemente cerca como para caminar, incluso a la vuelta a casa. Llevábamos 12 horas fuera de nuestro piso y en ellas habíamos disfrutado de opciones de ocio de lo más variadas: comenzando por la cultura egipcia y terminando en los modos de diversión orientales, pasando por comida italiana o las terrazas de diseño. Al fin y al cabo, es lo bueno que ofrece Nueva York, su diversidad de opciones: uno se propone pasar un sábado cualquiera y termina recorriendo, apenas sin dase cuenta, medio mundo en unas pocas calles. Y, por supuesto, descubriendo todavía lugares, sabores y experiencias nuevas.

martes, 8 de noviembre de 2011

De gira por Woodstock

Aprovechando la Fiesta del Cordero, uno de los puentes multiculturales de los que disfruto (peculiaridades de trabajar en un entorno internacional) y la accidentada llegada del otoño, decidimos hacer una escapada a algún lugar tranquilo cerca de Nueva York. Destino escogido: las montañas Catskill, al norte de Nueva York. Tras varias posibilidades, finalmente optamos por ir en autobús hasta Kingston (dos horas) y alquilar allí un coche (Chevrolet HHR). El viaje comenzaba bien, con una impresionante vista de Manhattan desde el otro lado del Hudson, nada más salir el autobús del túnel hacia Nueva Jersey.

Woodstock: festival, ¿qué festival?

Nuestra primera parada nada más recoger el coche fue Woodstock. En realidad, la primera parada literal fue el brusco frenazo que Ana dio en el habitual traspiés de pies y pedales de los acostumbrados al embrague. He de decir que yo me las prometía muy feliz, después de mi entrenamiento de un mes con coche automático en Canadá, y aun así el domingo pegué otro todavía más grande. Al menos no tuvimos problemas en esquivar los ciervos que, por dos veces, se nos cruzaron delante del coche.


Volviendo a Woodstock, la noche anterior habíamos visto una película, "Taking Woodstock", por la que ya sabíamos que, en realidad, el festival nunca se celebró en el pueblo del mismo nombre, sino a 90 kilómetros de allí. Sin embargo, eso no impide que el pueblo tuviera un espíritu bohemio desde mucho antes del festival, y que pervive en sus cafés, sus tiendas y, sí, sus hippies (turistas y residentes, salidos del 68 y de nuevo cuño).

El pueblo no tiene mucho que ver, sino que es más el encanto general que dan las casas de madera y el espíritu relajado al lugar. Entre las atracciones que visitamos, la colonia de artistas más antigua de Estados Unidos, todavía en funcionamiento, o el rastrillo del sábado (cómo no). También, no muy lejos de Woodstock, disfrutamos del paisaje otoñal, con las hojas que aún aguantaban doradas el frío, en la orilla del lago Cooper, donde una ciudadana que por allí peregrinaba nos hizo una foto entre una pose de meditación y otra.



Mención aparte merece la excursión que hicimos a la Overlook Mountain, una cima muy cercana a Woodstock. Las instrucciones para llegar a ella eran dignas del lugar: tomar la "Rock City Road", dejar a mano izquierda el monasterio cristiano ortodoxo, y subir hasta la residencia de retiro budista, enfrente de la cual se encuentra el aparcamiento y el punto de partida.Antes de salir nuestra atención se repartía pues entre las banderitas de colores con letanías orientales y los carteles informativos sobre la excursión, en especial el de "Cuestiones básicas sobre osos". Por cierto que las recomendaciones al respecto parecen todo lo contrario a lo que dictaría el sentido común: además de la típica de no echar a correr, recomiendan silbar o gritar al bicho para que se entere bien de que estás cerca y se marche (!).

La excursión, de 4 km de subida continua, nos llevó hasta las tétricas ruinas de un hotel cercano a la cima, digno de una mezcla de "El Resplandor" y "El proyecto de la bruja de Blair". Poco después llegamos a la cumbre y su torre de incendios, desde donde, en días soleados como el que nos tocó, se pueden ver cinco estados (aunque no es tan romántico como ver Ibiza desde el peñón de Ifach...).

Big Indian, Big Irene

El alojamiento en la zona de las Catskill lo buscamos al oeste de las montañas, en la zona de Big Indian. El personal del hotel ya nos había avisado de que el huracán Irene de agosto había causado algunos destrozos y de que no podríamos llegar con el coche hasta el hotel mismo, ya que a ellos les había destruido el puente sobre el arroyo que rodea su finca. Según salimos de la carretera principal y remontamos el valle, los restos de árboles caídos comenzaban a asomar en los arcenes. Poco antes de llegar vimos una casa a la que, sin duda, le debió de caer uno encima. La bandera todavía ondeaba en el porche, pero un rudimentario cartel la ofrecía a "precio flexible".

Kingston, o el hondo calado histórico de NY



Los yanquis (en este caso, en el sentido propio del término) tienen una capacidad fascinante para explotar al máximo cualquier resquicio de historia para hacer de ello un "sitio histórico" o calificarlo de "patrimonio". El pueblo de Kingston, cerca del río Hudson, resultó estar plagado de ellos. No en vano, uno de los atractivos que ofrece es "el único cruce de cuatro calles con una casa de piedra del siglo XVIII en cada esquina". En verdad que se agarran a un clavo ardiendo...

Historia aparte, la parte alta de Kingston nos llamó la atención por algunas de sus calles, que parecían fundir el lejano oeste con la arquitectura colonial de Nueva Inglaterra. La baja, por su paseo marítimo y sus puentes. Y su gente, por su carácter más amable y abierto que en Manhattan, al tiempo que impredecible, hasta el punto de la telefonista que se me puso a cantar cuando le dije que queríamos un taxi para ir "by the river". O de la chica de la empresa de alquiler que nos llevó a la estación de autobuses, genuinamente sorprendida de que fuéramos españoles, por no hablar de su pregunta acerca de si en España teníamos pizza o comida china (léase: comida "de EEUU").

¿Alguien ha dicho huevos?

Hablando de comida, y a petición popular, aquí queda un resumen de algunos de los manjares probados en tres días (omitiré los huevos, omnipresentes en sus varias formas en todos los menús).

- Desayunos: Pantagruélicos. Salchicas, bacon, patatas, bollos, macedonia... Y huevos, por supuesto.
- Oriole 9: Incluidos los de este fin de semana, el mejor desayuno que haya probado por aquí, con el bacon más sabroso del estado de NY.
- Pan: Deja por los suelos a los que sirven en Manhattan. Y con la suerte de que nos dieran aceite, una delicia.
- Vistas: En Bear Cafe, tomando un buen filete sobre una tostada de ajo con un arroyo a nuestro lado y las ardillas correteando al otro.
- Peekamoose: Magnífico. Ambiente mezcla de refugio de esquí y restaurante moderno. La crema de calabaza e hinojo y el risotto de arroz negro con pulpo, soberbios.

Vuelta a la gran ciudad

Tres días, en un ambiente como el de las Catskill, son más que suficientes para desconectar. El aire limpio y, sobre todo, el silencio y la tranquilidad tardan poco tiempo en borrar los males de la ciudad. La vida es completamente distinta, empezando por el paisaje, siguiendo por la necesidad evidente de coche que conlleva y terminando por la gente. De vuelta en Manhattan, desembarcamos, tras el atasco vespertino, a las siete de la tarde en plena estación de autobuses de Port Authority. Nada más salir a la calle remontamos el raudal de gente que entra sin parar en la estación y nos reciben los enormes carteles luminosos de los teatros. Viniendo de las montañas, creo que no se puede pedir un contraste mayor como bienvenida de vuelta a la gran ciudad.