viernes, 23 de diciembre de 2011

Cuento de Navidad neoyorquino

—Hay que repetir el sorteo, me ha vuelto a tocar a mí misma —dijo Carol riéndose.

Ron suspiró. Era la cuarta vez que tendrían que sacar nombres de la bolsa para su sorteo del amigo invisible navideño o, como lo llamaban allí, "Secret Santa".

—Es a lo que se arriesga uno cuando se hace un amigo invisible entre dos personas —respondió resignado.

En la editorial en la que trabajaban, el intercambio de regalos por Navidad era tradición desde hacía años, y en esta ocasión no habían querido renunciar a ello pese a que cierto vendaval había reducido progresivamente la plantilla de trabajadores hasta quedarse ellos dos solos. Así que allí estaban, haciendo un innecesario pero simbólico sorteo en pareja.

—¡Por fin, ya me ha tocado uno bueno! —exclamó Carol.
—¿Quién te ha tocado? —preguntó Ron con un falso tono de interés y emoción, solo por seguir manteniendo las costumbres.
—No te lo voy a decir, es secreto. Si te lo digo, no tiene gracia —replicó ella, continuando con la entretenida farsa.

Obviamente, a Ron le había tocado regalar a Carol. "De todos los que me podían tocar, y me toca Carol", habría pensado en otra circunstancia. Pero era cierto. De las ocho personas que componían antes la plantilla, solo ellos dos seguían en la empresa, por motivos bien distintos. Él, porque era el único que tenía nociones avanzadas de maquetación. Ella, porque llevaba dos años de becaria, sin cobrar, y era por tanto la "trabajadora" que menos interesaba despedir. Carol, de todos modos, estaba encantada, pese a no recibir ni un centavo de la editorial, pues contaba con el apoyo constante y sonante de sus padres, gente bien del Upper East Side. En realidad, a Carol no le importaba cobrar, sino adquirir la experiencia necesaria para poder recalar con más referencias en algún otro empleo bien conectado.

La despreocupación material de Carol suponía precisamente la principal dificultad para buscarle un regalo, pues no le faltaba de nada. Se ajustaba al patrón de la moda y las tendencias de Manhattan: iPhone por la calle, iPad en el metro, iPod corriendo. Con auriculares Bose en los oídos. Y en los pies, UGG para el invierno y Manolos para las fiestas. Reloj de diseño. Complementos de Tiffany. Y, por encima de todo, ese aire de no necesitar nada porque lo puede tener todo. En resumen, la persona ideal para tener que buscarle un regalo por debajo de 25 dólares.

Esa tarde, después del trabajo, Ron salió a dar una vuelta por la Nueva York ya engalanada de Navidad, en busca de inspiración. Comenzó por el mercado navideño de Union Square, lleno de puestos y abarrotado de gente. En varias casetas vendían joyería artesanal, pero pensó que no sería lo más apropiado a la vista de que la que Carol solía llevar. Tampoco le pareció que el kit de preparación de cerveza en casa fuera lo más oportuno (no la imaginaba mezclando la cebada en su bañera). Vio con ilusión un puesto con unos "cupcakes" navideños muy apetitosos y meticulosamente decorados por una joven repostera española, que habrían sido el regalo idóneo si Carol no hubiera estado a dieta.

Descartado Union Square, probó suerte con otro mercado navideño cercano, el de Bryant Park. El gran árbol de Navidad, decorado de azul, destacaba tras la pista de patinaje en la que cientos de personas trataban de mantenerse en pie o de no chocar entre sí. El ambiente era ciertamente festivo, pero podía entender lo que le contaba una amiga que había vivido en Viena: por más que se esfuercen, siempre les falta algo del espíritu verdaderamente navideño de los mercados tradicionales europeos. Hay luces, hay árbol, hay hielo. Pero no es lo mismo. Quizá sea la falta de decoración natural, o la predominancia de las tiendas. En todo caso, y a pesar de la profusión de casetas, no encontró ninguna baratija que le convenciera; ni calentadores de manos, ni jabones artesanales, ni orejeras con diseños divertidos.

Al día siguiente, siguió probando con otros dos de los lugares típicos de estas fiestas en Nueva York: Grand Central y el Rockefeller Center. Comenzó por la estación, donde habían instalado su tradicional mercado navideño (uno más). Siguió sin encontrar nada: aquello que le parecía original, como unos bonitos pendientes de malaquita, se pasaban del presupuesto. Y lo que se ajustaba, le parecía poca cosa.

De camino al Rockefeller Center pudo contemplar toda la decoración de la Quinta Avenida: tiendas con sus fachadas cubiertas con lazos gigantes, escaparates de verdadero ensueño, dioramas invernales que apelaban a la felicidad familiar basada en la acumulación de cajas bajo el árbol. Luces y árboles en profusión que teñían de verde y dorado la noche en la avenida más exclusiva de la ciudad. Y gente, casi tanta como las lucecitas de todas las tiendas. Cargada de bolsas, con prisas por comprar, con pausas para mirar.

Armado de paciencia, Ron se abrió paso entre bombillas y turistas hasta llegar a la calle 49 en el preciso momento en el que comenzaba el espectáculo de luces proyectadas sobre la fachada del Saks de la Quinta Avenida. El efecto de las ventanas abriéndose le fascinó, aunque la proyección de burbujas saliendo de tuberías le pareció un homenaje velado a Super Mario. Después del breve entretenimiento luminoso, se giró y vio al fondo, delante del Rockefeller Center, el árbol de Navidad más famoso del mundo, como gustaban de presentarlo en aquella ciudad. Ciertamente era inmenso, pues desde lejos impresionaba y desde cerca le empequeñecía a uno. Cada año lo encontraba tan grande que de pequeño se imaginaba que lo decorarían desde un helicóptero o desde las escaleras de camiones de bomberos. Aunque no había ido allí a contemplar el árbol ni el patinaje, le tocó tomar varias fotos, pues era difícil no dar dos pasos sin que algún visitante extasiado le reclamara su colaboración para inmortalizar la estampa navideña.

Por fin, llegó a la tienda del Metropolitan, pensando que en la colección de regalos del museo podría encontrar la solución a su amigo invisible. Había visto en su página web un estuche para joyas y anillos inspirado en un diseño de Tiffany. Por desgracia, cuando lo vio al natural le pareció mucho menos convincente que en la pantalla. La búsqueda continuaba.

Llegado el fin de semana, Ron decidió salir de Manhattan en busca de ideas frescas. Había leído en el New York Times acerca del mercado de Dekalb, en Brooklyn, donde los vendedores se habían instalado en contenedores de barco acondicionados como pequeñas tiendas, y en el que se vendían artículos hechos en su mayoría por la misma gente que los vendía. Allí encontró varias cosas interesantes, pero dudó de que pudieran serlo para Carol. Un vendedor ofrecía originales objetos tallados en madera, como un bote para lapiceros en forma de ballena. Le habría venido bien, pues Carol tenía los suyos (cosas rara) en una lata de Mountain Dew, pero una vez más se le escapaba del presupuesto. También vio otra tienda que vendía juguetes antiguos y en la que se reencontró con sus propios muñecos de He-Man, como el que escupía agua o el que olía mal. Pero no era desde luego el regalo más adecuado para ella.

Un tanto desesperado, Ron regresó a Manhattan. Sin saber muy bien dónde más mirar, acabó en un TjMaxx, aunque no creía que fuera a ser en el reino de las ofertas donde fuera a encontrar el regalo ideal para Carol. Sin embargo, cuando ya había llegado al punto en que miraba de manera mecánica y poco atenta cada estantería, sus ojos se fijaron en algo de lo que había allí expuesto: unos guantes. Pero no unos guantes cualquiera, sino unos especialmente diseñados, con refuerzos de tela rugosa en la punta del índice y del pulgar, para poder seguir usando las pantallas táctiles incluso en invierno. En alguna ocasión ya había visto a Carol caminando apresuradamente por la calle, con varias bolsas colgadas del brazo que sostenía el iPhone mientras con la otra mano trataba infructuosamente de desbloquearlo pues su guante de algodón resbalaba, hasta que al final había tenido que desbloquearlo con la punta de la nariz. Emocionado por el hallazgo, pensó que a Carol le encantaría poder mandar sus iMessages sin tener que congelarse las manos cuando comenzara el invierno de verdad. El único inconveniente era que, una vez sumados los impuestos, los guantes se pasaban ligeramente del límite de 25 dólares. Pero pensó que merecía la pena por lo acertado del regalo y, sobre todo, por no tener que seguir buscando. Después de todos los puestos en los mercados, las tiendas, los desplazamientos, los codazos con la muchedumbre y, sobre todo, tras mucho devanarse los sesos en buscar un regalo original, por fin había solucionado su amigo invisible con un detalle que, estaba convencido, Carol encontraría cuando menos útil. Ahora solo quedaba realizar el intercambio.

El día escogido era el último de trabajo antes de Nochebuena, y bajo el miniárbol de Navidad de la oficina aparecieron dos regalos: uno pequeño y otro más todavía. El primero para Carol y el segundo para Ron, como era de esperar y como rezaban sus tarjetas. Justo antes de marcharse, ambos se reunieron para desvelar la sorpresa del amigo invisible. La emoción con la que ella se abalanzó sobre su paquete no se correspondió con la impresión al abrirlo:

—Ah, unos guantes —dijo Carol, un tanto atónica.
—Sí, son especiales para que puedas usarlos con la pantalla del iPhone y no pasar frío.

Ron confiaba en que la explicación la terminara de convencer, pero ella le dio las gracias, le sonrió y los guardó sin más en su bolso, tras lo que le preguntó si no iba a abrir su regalo. El paquete de Ron no tenía papel, sino que en su lugar tenía en la mano una especie de funda de cartón con forma de tarjeta de crédito y motivos navideños. Abrió la funda y dentro encontró una tarjeta regalo para los grandes almacenes Bloomingdale's por valor de 25 dólares. Antes de que pudiera abrir la boca y se le escapara la estupefacción que ya denotaba su cara, Carol se le adelantó:

—¿Es genial, no? Menos mal que existen estas tarjetas regalo, porque con la infinidad de compras que tengo que hacer, me han salvado la vida. Y la puedes gastar en lo que quieras. Ah, solo una cosa: tiene algo menos de 25 dólares porque pagué con ella la funda en la que iba metida, que me pareció una monada. Pero claro, las reglas son las reglas, no me iba a pasar del límite, ¿verdad?



¡Feliz Navidad a todos! Esperemos que 2012 venga cargado de entradas que os parezcan entretenidas :-)

domingo, 27 de noviembre de 2011

Acción de Gracias

Existen tradiciones culturales que, vistas desde una sociedad distinta a la que las celebra, adquieren un tinte casi legendario. Al menos, esa es la impresión que me daba Acción de Gracias desde la perspectiva de un español con relativamente poco contacto con la sociedad de Estados Unidos antes de llegar a Nueva York. Había tenido, como tantos otros de mis compatriotas, las impresiones que transmiten las series y las películas: reunión familiar y comida copiosa que incluye invariablemente el pavo asado. Pero las preguntas eran más que la información en pantalla: ¿qué sentido tiene que la gente recorra medio país siendo una fiesta que se celebra a un mes de Navidad, donde no espera sino más familia y festines? ¿Por qué tanto pavo? Y, sobre todo, ¿qué se celebra? El nombre de la fiesta es bastante explicativo, pero más allá de la denominación, ¿por qué se da gracias? ¿Y cómo se dan gracias?

Las respuestas, como para todo, flotan en internet. Sobre el origen, algunos historiadores mentan a los españoles que campaban por Florida hace cinco siglos. Y, respecto al motivo, nada que no inventaran tantas otras civilizaciones antes: una buena cosecha. Si bien en nuestros días la cosecha de la mayoría de los occidentales se reduce a la celulosa verde de los billetes de dólar, la ocasión era propicia para intentar comprender mejor en qué consiste la fiesta. Además, tuvimos hasta el honor de poder celebrarlo con una estadounidense, hija de la pareja con quien lo celebramos. Aunque su aportación fue testimonial, ya que con dos años no pudo hacer muchas recomendaciones sobre cómo festejarlo.

Operación Turducken

Obviamente, puestos a celebrar, y siendo grandes aficionados a la cocina, no íbamos a encargar un pavo ya cocinado de 150$, así que decidimos trabajarlo todo, en la medida de lo posible, desde cero. Al mismo tiempo, quisimos ceñirnos lo máximo a la tradición, y no dejarnos tentar por extravagancias como el "turducken", nombre que esconde tres animales y un plato que se diría salido de una película de terror: un pavo relleno de un pato entero deshuesado, relleno a su vez de un pollo entero deshuesado. Quien quiera pesadillas gastronómicas, que busque una foto en Google.

Centrados sin embargo en el modo tradicional, lo primero era buscar el bicho. Siguiendo las recomendaciones de la conciencia del resto de comensales, buscamos un pavo que hubiera correteado al aire libre y no se hubiera dopado con antibióticos. No fue demasiado difícil encontrarlo, gracias al mercado cercano a mi trabajo. Ni tan caro como esperaba: 40$ por casi 6 kilos de pavo.

Si bien en un principio no lo íbamos a celebrar en nuestra casa, un problema electrodoméstico hizo que el pavo acabara en nuestra nevera. Así, el miércoles por la noche lavamos a conciencia la caja de mis cosas de la bici (a falta de nevera playera) y nos dispusimos a preparar al animal para su baño nocturno o, como aquí dicen, "brine". En realidad, al no tener información de primera mano estadounidense, todas las instrucciones sobre cómo prepararlo las sacamos de internet y, en especial, de la sección "You're doing it all wrong" del sitio Chow (impagable). De entre las dos escuelas de marinado -seco o por inmersión- optamos por la húmeda, así que el pavo pasó su última noche crudo en un baño de agua con sal, pimienta, cebolla, ajos, naranjas, limones, laurel, romero y tomillo.

Día D, hora Pavo

El jueves de Acción de Gracias nos levantamos pronto para darle al pavo su largo horneado. Tras prepararle una "camita" de apio y zanahoria, vino la parte más desagradable (o divertida, si de pequeña jugabas a diseccionar los riñones de los conejos que compraba tu madre, como algunas): separar la piel de la carne del pavo. La operación consiste en meter las manos por uno de los extremos abiertos del pavo (cuello o, ejem, trasero) e ir despegando la piel con cuidado de no romperla. Y, una vez hecho, repites la dinámica pero con las manos llenas de aceite y hierbas frescas. Un auténtica delicia que hacer después del café con cereales.

El ceremonial termina con el monstruo alado en el horno durante unas cuatro horas. En ese tiempo, terminamos de preparar los numerosos condimentos y guarniciones que lo acompañan. Curiosamente, el relleno (stuffing), no lo hacen dentro del propio pavo, sino en una fuente aparte; básicamente, trozos de pan, manzana, apio y cebolla al horno con un caldito.

Otros acompañamientos incluyeron el puré de patatas, hecho también desde cero siguiendo las instrucciones de Chow para no caer en "lo peor que le podrías hacer a una patata"; la salsa de arándanos rojos, para ponerle el punto amargo; la salsa de la cocción del pavo, una vez salido del horno; y, preparado por nuestra invitada, la guarnición más rara de todas: una especie de puré de boniatos con marshmallows (nubes) gratinado encima, dulce a más no poder. Sólo nos faltó el maíz, que también suele venir hiperglucémico.

Que comience el festín

El pavo salió dorado y resplandeciente del horno tras cerca de cuatro horas, cuando el hambre comenzaba a apremiar. Sentados a la mesa, nos volvió a asaltar la duda: tenemos el pavo, las guarniciones, los invitados... y ahora, ¿qué? ¿Cómo empieza una cena de Acción de Gracias? ¿Con todos dándose la mano, como en las películas? Nuestros anfitriones/invitados, que ya lo habían celebrado dos veces antes, nos dijeron que lo normal es dar gracias (elemental) por lo bueno que haya ocurrido desde el año anterior. Así que, dada la ocasión, dimos gracias por nuestra llegada a Nueva York, por la oportunidad de vivir aquí y por haber encontrado a gente que, como ellos, nos han dado una gran acogida.

Y, terminadas las formalidades, ¡al diente! Contrariamente a otro tópico peliculero, no trinchamos el pavo en la mesa (doing it all wrong), ni sacamos el cuchillo eléctrico; ni siquiera se ocupó de atacarlo el único padre de familia presente. En lugar de ello, las dos mujeres se armaron de sendos cuchillos y comenzaron una metódica disección del manjar: cortar en dos, demembrar, sacar pechugas, cortar pechugas. Limpio y despiezado en la mesa, sin trozos de carne saltando del cuchillo a la camisa del comensal.




La comida, a pesar de ser nuestra primera vez, salió fantástica: el pavo en su punto, los acompañamientos sabrosos, las salsas trabadas. Cada plato desbordaba de carne y guarniciones, y la duda era con qué comer cada trozo de pavo: ¿puré y salsa de arándanos? ¿Relleno y la salsa de la carne? Un auténtico festín.

Para rematar, teníamos una de las mejores tartas que mi compañera de recetas haya hecho. Lo tradicional es la tarta de calabaza. Sin alejarse demasiado de la costumbre, la repostera optó por una tarta de queso con crema de calabaza. Deliciosa. Desde la masa de galleta triturada, con su toque de jengibre, hasta la capa superior de nata agria, pasando por el fantástico relleno de crema de queso y puré de calabaza. Una tarta para recordar.

Fin de fiesta

Para terminar la celebración, brindamos con sidra achampanada, pero en su versión más triste, pues los norteamericanos llaman "sidra" al zumo de manzana con gas. En otras palabras, un Kas Manzana en botella de champán. La infusión, también obligatoria en estos banquetes, fue de menta alicantina.

Después de Halloween, podemos tachar una tradición más de nuestra lista de experiencias en EEUU. Cierto es que no lo celebramos con una familia local, en un comedor gigante y con 10 invitados a la mesa. Algo de ese misterio de la fiesta, de cómo lo celebrarán de puertas adentro, sigue inevitablemente presente en nuestro espíritu. Pero al menos quedamos satisfechos de haber preparado nuestro día de Acción de Gracias de un modo más tradicional que muchos norteamericanos que encargan la cena entera. Y, por supuesto, de haberlo celebrado "en familia", o al menos con los que, para el expatriado, se convierten en lo más cercano a ella.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Un sábado de otoño

De entre los pocos pero apreciados lectores de este blog, algunos se han interesado por mi vida cotidiana en esta ciudad, no sobre sus peculiaridades o lugares únicos, sino sobre las actividades que uno puede realizar como parte de su vida corriente. Al fin y al cabo, la ciudad se ha convertido en nuestra ciudad, no en un mero destino turístico, aunque sigamos saliendo cámara en ristre a menudo. Para intentar reflejar un atisbo de cotidaneidad neoyorquina (si es que eso existe), esta entrada narra la vida en Nueva York en un sábado cualquiera.

Mañana: dormir y orden

Un sábado normal es habitual que nos levantemos sobre las 9:00, incluso en las pocas ocasiones que salimos y se nos hace tarde. Quizá en parte se deba a que el sol en una planta 26 orientada al este entra con toda su intensidad y nuestros estores no hacen gran cosa por impedirlo. Para compensar las prisas entre semana, desayuno en condiciones: a veces nos animamos por la "tostada francesa", pero más a menudo solemos optar por el pan con tomate rallado y aceite. Entre eso y el juego de tazas de Sargadelos que sacamos los festivos, los fines de semana nos reconectan con los desayunos de la tierra.

Después de desayunar toca poner algo de orden en el piso, especialmente si, como se está haciendo habitual, el viernes hemos tenido gente en casa (gran acierto el de traerse el Trivial). Lo siguiente, si es que no está decidido del todo, es perfilar el plan para el día. En esta ocasión, con actividades varias.

Comencemos por Egipto

Viendo durante la semana la película "Cuando Harry encontró a Sally", nos dimos cuenta de que en una escena los protagonistas visitan una sala egipcia del Metropolitan que da a un Central Park teñido de otoño. En vista de que la temporada coincidía y que aún no habíamos visitado esa sala, nos lo marcamos como plan matutino de sábado. Llegados allí, el lugar viene a ser como el templo de Debod de Madrid, pero en lugar de tener el monumento en mitad del parque, está a un lado de él, y tiene más gente. En todo caso, la visita mereció la pena, ya que detrás de las cristaleras todavía aguantaban algunos árboles dorados y rojizos.

Pizza de temporada

Como cultura y hambre suelen ir de la mano, nuestra siguiente parada sería el almuerzo. En lugar de tomar el autobús optamos por cruzar Central Park a pie y seguir disfrutando de las vistas de otoño. El parque se empieza a preparar ya para el invierno: se ve menos gente jugando al béisbol y ha comenzado la temporada de hockey sobre hielo; las barcas se hacen más escasas en el lago y en la fuente de Bethesda, recién vaciada, un solitaro indigente recogía una a una las monedas del fondo ahora seco. El parque en sí está precioso, con la única pega de que el ropaje de otoño le dura menos que la frondosidad de primavera y verano.

Para la comida, algo improvisada, hacemos nuestro tercer intento de probar una de las supuestas mejores hamburguesas de la ciudad, la del Burger Joint del Park Meridien, pero volvemos a rendirnos: últimamente hay tanta cola que hasta han puesto una barrera para organizarla. Así que optamos por la opción fácil pero segura, que es la pizza que hornean en el supermercado Whole Foods de Columbus Circle, ya que tenemos que quedarnos por la zona. Al contrario de lo que pueda parecer por ser un supermercado, es la mejor pizza que he probado hasta ahora aquí, tanto por la masa como por los ingredientes. Además, las recetas cambian con frecuencia y se adaptan a los productos de temporada. En esta ocasión probamos la pizza con calabaza asada que, sorprendentemente, nos convenció.

Té panorámico

Una de las razones para comer en Whole Foods es que habíamos quedado para tomar café a las 16:00 en esa misma plaza, la de Colón, con una "visita", término que también ha de aparecer en cualquier descripción de la vida, si no cotidiana, sí habitual en Nueva York. En este caso se trataba de amigos de amigos venidos a un congreso médico, cuyo hotel quedaba en aquella zona. Para mayor facilidad, propusimos vernos en el restaurante del Museum of Art and Design, que no conocíamos pero del que teníamos buenas referencias.

El lugar y la hora resultaron un acierto, al igual que el haber reservado una mesa en el ventanal. Desde ella se veía todo Central Park, comenzando por su entrada sudoeste, además de la propia plaza de Colón y la decoración de las torres Warner que se encuentran en ella. Hasta podíamos ver un concierto en un auditorio acristalado en los pisos inferiores de las torres. A medida que fue atardeciendo desapareció el parque y se quedaron las luces de los coches y de la decoración navideña de los árboles y de las tiendas. Toda una vista para disfrutar de un buen té.

Comienza la Navidad

Y no es sólo en los árboles donde se deja notar. Terminado el café, bajamos caminando hasta la calle 35. Tras abrirnos paso por la esperada muchedumbre de Broadway y Times Square, llegamos hasta la calle 42 y la 6ª avenida, donde ya se ha instalado una de las pistas de patinaje más famosas de la ciudad, con permiso de la del Rockefeller Center: la del Bryant Park. Llegamos justo en el momento en que estaban limpiando el hielo, con la pista completamente desierta a excepción de la máquina y un "guarda patinador". Poder verla vacía fue una maravilla en comparación con la marabunta de gente que la asaltó en cuanto la volvieron a abrir a los patinadores.



Tomando ya la 5ª avenida, nos sorprendió comprobar que algunas tiendas ya se han tomado en serio la Navidad. Los grandes almacenes Lord & Taylor tenían ya montados unos espectaculares dioramas articulados con escenas festivas. Y digo festivas porque, con el ánimo de no ofender -o, peor aún, ahuyentar- a ningún posible cliente, aquí felicitan todo, literalmente: "Happy everything!". Y si no, véase la foto, con el árbol de Navidad y el candelabro ritual judío. Sólo faltaba un retrato de Mao colgado de la casa de muñecas...



Cumpleaños a la oriental

Para rematar el día teníamos la fiesta de cumpleaños de un compañero de trabajo. La cena previa fue en un restaurante chino, el Grand Sichuan, que, como luego descubrimos, hace honor a su nombre, pues según parece en la región de Sichuan es típica la comida picante. En el menú: sopa de pescado, crepes de verduras, ternera a la naranja, pollo picante... Un menú largo y predominantemente infernal.

La fiesta en sí siguió en la línea oriental, ya que habían reservado una sala en un karaoke coreano. Eso sí, forrada por completo con fundas de vinilos de Elvis Presley. El repertorio fue en su mayoría yanqui debido a los invitados, pero eso no impidió que los hispanohablantes de ambos lados del Atlántico allí reunidos nos emocionáramos cantando obras de algunos de los artistas que unen ambas orillas, como el "Amante bandido" de Miguel Bosé.

Paseo nocturno y a la cama

Un sábado normal habría incluido algo más de transporte público, pero en este caso todo estaba lo suficientemente cerca como para caminar, incluso a la vuelta a casa. Llevábamos 12 horas fuera de nuestro piso y en ellas habíamos disfrutado de opciones de ocio de lo más variadas: comenzando por la cultura egipcia y terminando en los modos de diversión orientales, pasando por comida italiana o las terrazas de diseño. Al fin y al cabo, es lo bueno que ofrece Nueva York, su diversidad de opciones: uno se propone pasar un sábado cualquiera y termina recorriendo, apenas sin dase cuenta, medio mundo en unas pocas calles. Y, por supuesto, descubriendo todavía lugares, sabores y experiencias nuevas.

martes, 8 de noviembre de 2011

De gira por Woodstock

Aprovechando la Fiesta del Cordero, uno de los puentes multiculturales de los que disfruto (peculiaridades de trabajar en un entorno internacional) y la accidentada llegada del otoño, decidimos hacer una escapada a algún lugar tranquilo cerca de Nueva York. Destino escogido: las montañas Catskill, al norte de Nueva York. Tras varias posibilidades, finalmente optamos por ir en autobús hasta Kingston (dos horas) y alquilar allí un coche (Chevrolet HHR). El viaje comenzaba bien, con una impresionante vista de Manhattan desde el otro lado del Hudson, nada más salir el autobús del túnel hacia Nueva Jersey.

Woodstock: festival, ¿qué festival?

Nuestra primera parada nada más recoger el coche fue Woodstock. En realidad, la primera parada literal fue el brusco frenazo que Ana dio en el habitual traspiés de pies y pedales de los acostumbrados al embrague. He de decir que yo me las prometía muy feliz, después de mi entrenamiento de un mes con coche automático en Canadá, y aun así el domingo pegué otro todavía más grande. Al menos no tuvimos problemas en esquivar los ciervos que, por dos veces, se nos cruzaron delante del coche.


Volviendo a Woodstock, la noche anterior habíamos visto una película, "Taking Woodstock", por la que ya sabíamos que, en realidad, el festival nunca se celebró en el pueblo del mismo nombre, sino a 90 kilómetros de allí. Sin embargo, eso no impide que el pueblo tuviera un espíritu bohemio desde mucho antes del festival, y que pervive en sus cafés, sus tiendas y, sí, sus hippies (turistas y residentes, salidos del 68 y de nuevo cuño).

El pueblo no tiene mucho que ver, sino que es más el encanto general que dan las casas de madera y el espíritu relajado al lugar. Entre las atracciones que visitamos, la colonia de artistas más antigua de Estados Unidos, todavía en funcionamiento, o el rastrillo del sábado (cómo no). También, no muy lejos de Woodstock, disfrutamos del paisaje otoñal, con las hojas que aún aguantaban doradas el frío, en la orilla del lago Cooper, donde una ciudadana que por allí peregrinaba nos hizo una foto entre una pose de meditación y otra.



Mención aparte merece la excursión que hicimos a la Overlook Mountain, una cima muy cercana a Woodstock. Las instrucciones para llegar a ella eran dignas del lugar: tomar la "Rock City Road", dejar a mano izquierda el monasterio cristiano ortodoxo, y subir hasta la residencia de retiro budista, enfrente de la cual se encuentra el aparcamiento y el punto de partida.Antes de salir nuestra atención se repartía pues entre las banderitas de colores con letanías orientales y los carteles informativos sobre la excursión, en especial el de "Cuestiones básicas sobre osos". Por cierto que las recomendaciones al respecto parecen todo lo contrario a lo que dictaría el sentido común: además de la típica de no echar a correr, recomiendan silbar o gritar al bicho para que se entere bien de que estás cerca y se marche (!).

La excursión, de 4 km de subida continua, nos llevó hasta las tétricas ruinas de un hotel cercano a la cima, digno de una mezcla de "El Resplandor" y "El proyecto de la bruja de Blair". Poco después llegamos a la cumbre y su torre de incendios, desde donde, en días soleados como el que nos tocó, se pueden ver cinco estados (aunque no es tan romántico como ver Ibiza desde el peñón de Ifach...).

Big Indian, Big Irene

El alojamiento en la zona de las Catskill lo buscamos al oeste de las montañas, en la zona de Big Indian. El personal del hotel ya nos había avisado de que el huracán Irene de agosto había causado algunos destrozos y de que no podríamos llegar con el coche hasta el hotel mismo, ya que a ellos les había destruido el puente sobre el arroyo que rodea su finca. Según salimos de la carretera principal y remontamos el valle, los restos de árboles caídos comenzaban a asomar en los arcenes. Poco antes de llegar vimos una casa a la que, sin duda, le debió de caer uno encima. La bandera todavía ondeaba en el porche, pero un rudimentario cartel la ofrecía a "precio flexible".

Kingston, o el hondo calado histórico de NY



Los yanquis (en este caso, en el sentido propio del término) tienen una capacidad fascinante para explotar al máximo cualquier resquicio de historia para hacer de ello un "sitio histórico" o calificarlo de "patrimonio". El pueblo de Kingston, cerca del río Hudson, resultó estar plagado de ellos. No en vano, uno de los atractivos que ofrece es "el único cruce de cuatro calles con una casa de piedra del siglo XVIII en cada esquina". En verdad que se agarran a un clavo ardiendo...

Historia aparte, la parte alta de Kingston nos llamó la atención por algunas de sus calles, que parecían fundir el lejano oeste con la arquitectura colonial de Nueva Inglaterra. La baja, por su paseo marítimo y sus puentes. Y su gente, por su carácter más amable y abierto que en Manhattan, al tiempo que impredecible, hasta el punto de la telefonista que se me puso a cantar cuando le dije que queríamos un taxi para ir "by the river". O de la chica de la empresa de alquiler que nos llevó a la estación de autobuses, genuinamente sorprendida de que fuéramos españoles, por no hablar de su pregunta acerca de si en España teníamos pizza o comida china (léase: comida "de EEUU").

¿Alguien ha dicho huevos?

Hablando de comida, y a petición popular, aquí queda un resumen de algunos de los manjares probados en tres días (omitiré los huevos, omnipresentes en sus varias formas en todos los menús).

- Desayunos: Pantagruélicos. Salchicas, bacon, patatas, bollos, macedonia... Y huevos, por supuesto.
- Oriole 9: Incluidos los de este fin de semana, el mejor desayuno que haya probado por aquí, con el bacon más sabroso del estado de NY.
- Pan: Deja por los suelos a los que sirven en Manhattan. Y con la suerte de que nos dieran aceite, una delicia.
- Vistas: En Bear Cafe, tomando un buen filete sobre una tostada de ajo con un arroyo a nuestro lado y las ardillas correteando al otro.
- Peekamoose: Magnífico. Ambiente mezcla de refugio de esquí y restaurante moderno. La crema de calabaza e hinojo y el risotto de arroz negro con pulpo, soberbios.

Vuelta a la gran ciudad

Tres días, en un ambiente como el de las Catskill, son más que suficientes para desconectar. El aire limpio y, sobre todo, el silencio y la tranquilidad tardan poco tiempo en borrar los males de la ciudad. La vida es completamente distinta, empezando por el paisaje, siguiendo por la necesidad evidente de coche que conlleva y terminando por la gente. De vuelta en Manhattan, desembarcamos, tras el atasco vespertino, a las siete de la tarde en plena estación de autobuses de Port Authority. Nada más salir a la calle remontamos el raudal de gente que entra sin parar en la estación y nos reciben los enormes carteles luminosos de los teatros. Viniendo de las montañas, creo que no se puede pedir un contraste mayor como bienvenida de vuelta a la gran ciudad.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Asamblea tras las barricadas

Esta semana han terminado los debates de la Asamblea General de las Naciones Unidas. La combinación de trabajo en el sistema y vivienda a 300 metros de la sede de la organización nos ha permitido vivir el ambiente lo suficientemente cerca como para experimentar algo más parecido a la idea romántica que tenía de la ONU.

Recepción y post-recepción

La apertura de la Asamblea General comenzó con un cóctel en la residencia del Embajador, con motivo de la llegada de la Ministra. Allí, reencuentro esperado con un buen amigo e inesperado con una antigua compañera de carrera y residencia (curioso, el destino nos ha llevado de La Florida a Nueva York por vías bastante diferentes). En cuanto a la recepción en sí, buenos canapés, ausencia de jamón, y ambiente más joven de lo que me esperaba: ¿será porque las canguros con las que dejar a los niños no salen tan baratas aquí como en Manila?

Lo más sorprendente de la noche, sin duda, la post-recepción: terminamos en un bar que, de no haber llegado allí por otros conocedores del terreno, me habría hecho preguntarme dónde nos habíamos metido. Entre el heterogéneo grupo de diplomáticos, becarios de embajada, traductores, funcionarios del mundo cooperante y supuestos espías, destacaban, por méritos propios, aunque muy diferentes, los animadores del lugar: un Elvis zancudo (Elvis solo de noche; diseñador gráfico de día) contrastaba con dos enanos, también disfrazados del "Rey del Rock", que acabaron bailando subidos en la barra hasta que se los llevaron, en brazos, hasta sus mesas correspondientes. Una escena totalmente surrealista.

Período de sesiones: barricada general

Volvamos a las actividades diurnas, que es, al menos sobre el papel, a lo que vienen los ministros, jefes de gobierno y otros gerifaltes. Precisamente porque pululan por Manhattan las bien nutridas (a veces en número y en masa) delegaciones de todos los países del mundo, las calles cercanas a la sede de la ONU se vuelven un fortín. Ya antes de que comenzara la semana había visto desde mi terraza una extraña procesión de decenas de coches patrulla dando vueltas a dos manzanas, con las luces puestas (sin sirenas por una vez, se agradece). Pero el panorama del comienzo de la semana era propio de cualquier película catratrofista de Hollywood: el carril izquierdo de la Segunda avenida había quedado clausurado para uso exclusivo de los coches oficiales. El carril bus, reservado para que pudieran aparcar una vez descargado su contenido oficial. En los tramos que conectan la Segunda y la Primera
avenida (donde se encuentra la sede) barricadas hechas con vallas, con barreras y garitas móviles y hasta con camiones de grava.

Por supuesto, todo ello acompañado de profusión de agentes de todas las tallas y colores, pero todos bien "dotados" en sus cinturones. Según se acercó la fecha de la llegada de Obama, aparecieron en los pasos de peatones figuras esbeltas provistas de un chaleco con la inscripción "Agente Federal" en la espalda. El movimiento a cada paso de una carvana oficial era frenético: comprueba pase, abre valla, cierra valla... El día en que hablaba Obama y estaba también Clinton en la ciudad, un coche oficial se quedó parado en un paso de peatones mientras yo cruzaba de camino al trabajo. Al segundo, los dos agentes federales correspondientes se apostaron cada uno delante de una puerta trasera de la berlina, mirando a todos lados con aire alarmado y la mano fija en la empuñadura de sus pistolas. Como para detenerse a preguntar si en el coche iban Barack o Hillary, aunque lo dudo, pues dicen que cuando el Presidente se mueve, se paraliza todo en varias manzanas a la redonda. Ni los peatones, ni siquiera los diplomáticos, pueden moverse. Y, según dicen, la "congelación", como la llaman, se aplica media hora antes y media hora después de que pase. Por suerte no me tocó ninguna vez.

Por otro lado, para nosotros era menos inconveniente, ya que el pase de la ONU nos permitía atravesar la mayoría de controles. Volviendo al símil cinematográfico, uno casi se sentía como Will Smith en "Soy leyenda", aunque en mi caso la plaga era la de policías neoyorquinos. De hecho, ni siquiera los funcionarios se libran de ciertas incomodidades. A uno de mis compañeros un agente le pidió amablemente que se bajara de la bicicleta, si no quería que le apeara de ella un francotirador de un tiro. Todo un detalle, sin duda.

Colándome en la Asamblea

Llegado el día de los debates, me enteré de que Obama hablaba esa misma mañana al mismo tiempo que descubría que no quedaban pases especiales en la oficina. Solución: probar suerte. Armado sin más que con mi pase normal, me fui al edificio de la Asamblea, probando planta por planta, hasta que en la última, la cuarta, no me quedó más remedio que apostarme tras una cristalera a ver (sin oír) los discursos. Y no era de los peor parados: una jubilada octagenaria de la ONU intentaba colarse una y otra vez en la sala de prensa, para enfado de los guardas de seguridad. Y hasta tuve que cederle mi precario puesto unos minutos a un reportero del Caiga Quien Caiga de Brasil para que pudiera grabar mientras hablaba su presidenta.

Por suerte, a mitad del discurso de Dilma Rousseff nos dejaron pasar a la sala y conseguí un sitio justo en frente de la tribuna de los oradores. Terminado el discurso de Rousseff, se percibía cierta expectación en el ambiente: el próximo sería Obama. No tardaron en anuncialo y en aparecer desde las bambalinas onusianas. Tras una extraña y breve espera sentado frente al respetable, tomó la palabra con esa energía tan característica, esa especie de embelesamiento que sabe transmitir en sus mensajes. La forma, pues, la esperada. Solemne, pero cercano. Firme, pero no autoritario. El fondo, también previsible, sobre todo en cuanto a Palestina. Pero me sorprendió el tono más bien optimista respecto a la situación de la paz en el mundo en general, sin duda suscitado, además de por las "primaveras", por haber cazado a Bin Laden.



Después de que Obama se fuera la seguridad se relajó un tanto, hasta que el fin de semana se fueron los camiones de arena y volvieron los repartidores en bici por el carril izquierdo de la Segunda avenida. El debate terminó el lunes siguiente, y me quedé con ganas de haber visto más sesiones y a otros dirigentes, como Abbas o Ahmadineyad. A Trinidad Jiménez no la vi por una confusión en el horario, aunque me habría gustado. En cualquier caso, se agradece ser testigo de la ONU en acción aunque, como me dijo un compañero de trabajo, no se sepa muy bien si la de verdad es ésta o es la maquinaria burocrática del día a día.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Inidignados en Wall Street

Mientras escribo, se debe de estar decidiendo si se permite o no que la primera muestra de "indignación" organizada estadounidense pase la noche en los alrededores de Wall Street. Lo tenían todo preparado: esterillas, mantas, termos de café, guitarras... Lo único que les falta: que les arropen. Y, para arroparles, gente no faltará: cuando yo he pasado por allí, había casi tantos policías como indignados.

Diversas casualidades han hecho que acabara visitando el improvisado campamento esta tarde. Principalmente, que volvía de una excursión en bici por Staten Island, y el ferrry que conecta con aquella isla tiene su terminal a apenas 500 metros de Wall Street. También a través de la bici, aunque en este caso de una página web, me había enterado de que hoy se organizaba "Occupy Wall Street", en cuya web se hace referencia entre otras cosas, como fuente de inspiración, a la primavera árabe y al 15-M español.

Subiendo hacia el distrito financiero desde Battery Park, lo primero que he visto han sido pintadas con tiza de colores sobre el suelo, en la plaza situada al sur de la famosa estatua del toro de Wall Street. Me llaman la atención los mensajes referentes, precisamente, a nuestra especial "primavera".




Llegado a la altura del toro, donde se había citado a los indignados, veo que allí no hay nadie. Mejor dicho, no dejan que haya nadie. O más concretamente: hay una escolta de unos diez policías que rodean el toro dentro a su vez de una barrera levantada con vallas. Otras veces que había pasado frente al toro me había preguntado si algún día, en algún momento, en esta ciudad que nunca para, será posible hacerse una foto con él sin nadie alrededor. En esta ocasión, ni con el habitual enjambre de turistas resignado a hacer fotos desde la acera iba a ser posible.



Unos 200 metros más arriba, en el punto donde Wall Street propiamente dicha nace desde Broadway, se comienza a ver más gente, y más policía también. De hecho, la calle está acordonada a lo ancho del acceso desde Broadway, de manera que nadie puede pasar por Wall Street. Entre 20 y 30 agentes velan por que nadie convierta el símbolo financiero de la ciudad en campo de protestas. Los turistas, por su parte, a lo suyo: no en vano, para ellos tanto pinta contar que estuvieron en Wall St como narrar que no pudieron pisarla porque había una muralla policial de por medio.



En vista de que no han podido tomar ni el toro, ni la emblemática calle, los indignados se han trasladado hasta una plaza arbolada dos calles más arriba, Zuccotti Park. Allí se organiza lo que, me imagino (puesto que a mí el 15-M me pilló aquí ya) equivaldría a las famosas asambleas y grupos que proliferaron en las protestas españolas. En corros de entre 10 y 20 presonas, cada uno toma en pacientes turnos el megáfono y expone sus ideas y motivaciones para estar allí. En el breve tiempo que circulo por allí, el mensaje es (el símil era exagerado desde el principio) más cercano al de la sublevación popular de Sol que al de las revueltas árabes: el dinero manda, el gobierno no escucha a los ciudadanos, sino a las grandes corporaciones, etc. Como en todas partes, también hay quienes pasan de la indignación a la exaltación, aunque de forma poco violenta: un manifestante se pasea irrumpiendo, altavoz en mano, en cada corrillo para vociferar que ya está bien de hablar y que se pase a la acción: ocupar la plaza (¿acaso no es lo que están haciendo?). Otro circula con un cartel en que llama a la eliminación de la personalidad jurídica; brillante idea, sobre todo para las asociaciones benéficas de este país, que cumplen con toda la acción social que, al contrario que en Europa, el gobierno de EEUU no desarrolla. Y, por supuesto, no faltan las máscaras de Anonymous, a pesar de que en los consejos previos a la protesta se decía que es ilegal que más de dos personas se paseen enmascaradas por la calle (que se anden con ojo los niños este Halloween...).

Las diferencias con el movimiento en España, pese a no haber sido testigo de él, son evidentes. Por un lado, en el nivel de hastío: mayor, a mi entender, en mi país, factor que consiguió una movilización mucho más alta que aquí, pese al potencial de NY. Por otro lado, la repercusión inicial no ha sido comparable, si bien la congregación lleva solo unas horas en curso: hay que rebuscar en la página de la CNN para encontrar una mención a lo que está sucediendo. También se podría citar el ambiente un tanto extraño, al ser ambos lugares, Sol y Wall St, puntos de afluencia turística. En NY se juntaban los manifestantes provistos de mochilas con los turistas cargados de bolsas de un outlet cercano, y la plaza poblada por carteles y octavillas contrastaba con el terreno desolado de la Zona Cero, al otro lado de Zuccotti Park.



Es muy pronto para saber en qué acabara todo esto. De hecho, me resulta muy extraño escribir una entrada sobre un acontecimiento todavía no concluido. En todo caso, quizá consigan pasar la noche en la calle, o los alojen en la iglesia de la Trinidad cercana. O tal vez la policía no les deje pasar la noche, en previsión de que pudiera haber altercados mañana por la mañana cuando desembarquen los empleados de las "diabólicas" compañías de Wall Street. Aunque, en mi opinión, es poco probable: los ejecutivos suelen ser, fuera del parqué, gente pacífica.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Pedaladas de rodríguez (I): el 11-S sobre dos ruedas

El verano en la costa este apura los últimos calores y las excepcional e internacionalmente retransmitidas tormentas. Pero, al igual que los huracanes en esta parte del mundo, también hay otra cosa que se dice es propia del verano: las bicicletas.

Tras la holandesa y la inglesa, la americana

La mía tardó en llegar, debido principalmente a mis dudas acerca del modelo que debía escoger. Podía optar por uno funcional, con marchas, o bien subirme a las tendencias más alternativamente respetadas de la onda bicicletera neoyorquina y hacerme con una bici de piñón fijo y freno de contrapedal. La incertidumbre de verme con una bici sin frenos en mi primera incursión sobre dos ruedas en la gran ciudad hizo que me inclinara por una bici de paseo, encontrada de buena segunda mano y mejor precio en Craigslist (los anuncios clasificados electrónicos más socorridos en la actualidad en este país).



Tras alguna incursión tentativa, llegó agosto y con él una tradición que pensaba nunca experimentaría, dadas las nuevas costumbres sociales y la incorporación de la mujer al mercado laboral: la de quedarme de rodríguez. Abandonado a mi solitaria suerte durante veinte días, en pleno verano, sólo me quedaba mi fiel escudero Willy Schwinn para intentar sacarle el jugo rodado a la Gran Manzana. Y no, no llego al extremo de ponerle nombre a mi bici: son el modelo (Willy) y la marca (Schwinn); casa estadounidense, por cierto, pero, una vez más, made in China.

El uso de la bicicleta en Nueva York ha crecido considerablemente en los últimos años, gracias en parte a una concejal de transportes demonizada por cierta parte de los, como ella misma dice, “8,4 millones de planificadores de tráfico” que pueblan esta ciudad. Más de 15.000 personas van a trabajar al distrito financiero cada día en bicicleta, aunque sólo supone el 0,6% de los desplazamientos. Aun así, sean montadas por chinos y latinos que reparten comida en dirección prohibida o por traductores que aparcan sus velocípedos en los pasillos de su oficina, rara es la vez que uno sale de casa y no se cruza con varias bicicletas por las calles.

Así pues, con una ciudad que acaba de duplicar sus kilómetros de carril bici, un clima aceptable, tiempo libre y muchas calles y parques que pedalear, los días de rodríguez han dado para varias excursiones cicloturistas. Saltándome el orden cronológico, empezaré por la fecha más significativa.

11-S: pedaladas contra el jet lag

Recién aterrizado de unas breves vacaciones transatlánticas, y con ánimo de no quedarme en el sofá padeciendo los efectos del desfase horario, apenas llegué a casa me di un baño y bajé a por mi bici. No importaban los diez días de abandono: allí estaba mi fiel Willy, reclamando únicamente un poco de aire para llevarme donde las piernas aguantaran. Siendo la víspera del 11-S, me pareció buena idea bajar hasta la Zona Cero para ver cuál era el ambiente, ya que meterme allí el mismo día de la ceremonia sería prácticamente imposible.

A diferencia de otras excursiones, ni siquiera planifiqué la ruta, pues la cuadrícula de Nueva York hace que los desplazamientos sean bastante intuitivos. Tras una infructuosa parada en el mercadillo de la calle 25, bajé por las avenidas del lado oeste hasta darme de bruces, sin haberlo planeado, con lo que estaba buscando: los coches de policía que cortaban las calles adyacentes me avisaban de que había llegado a los terrenos del World Trade Center. Un gesto con dos dedos de un agente me bastó para saber que podía pasar con la bici, pero desmontado. Según me acercaba a la valla del vasto espacio que todavía está por construir, comenzaba a notarse otra de esas amalgamas de personajes con que te sorprende de vez en cuando esta ciudad. Abundaban, por supuesto, los turistas. Algunos, recogidos, se quitaban la gorra al acercarse al recinto, en señal de respeto. En el extremo opuesto, una madre de aspecto nórdico fotografiaba a su rubia hija, ya entrada en razón, mientras posaba frívola y jovialmente, imitando con sus brazos estirados y partiéndose de risa el rascacielos todavía a medio levantar.



Además de los turistas, también había elementos dedicados a las reivindicaciones más variopintas. Un joven, con peluca de cuernos azules y rojos, explicaba mientras una cámara le entrevistaba que se había vestido así para llamar la atención (cosa obvia, aunque no explicaba acerca de qué). En el campo de los apocalípticos, un cartel invitaba a buscar a Jesús mientras aún podamos encontrarlo. Pero sin duda los que más abundaban eran los predicadores de teorías conspirativas sobre la verdadera naturaleza de la catástrofe del 11-S. Unos culpaban a Bush (otro trabajo interno, en su opinión, para poder ir a la guerra), mientras que los más comedidos simplemente clamaban que algo no cuadra en todo lo que sucedió.



Al día siguiente, mi desfase horario me levantó lo suficientemente tarde como para descansar y lo bastante temprano (7:30) como para ver (sin bicicleta y, esta vez sí, desde el sofá) el comienzo de la ceremonia de conmemoración. No faltó ninguno de los elementos que se podían esperar: los gaiteros de policías y bomberos, el coro juvenil que entonó el himno nacional, la bandera rescatada de la catástrofe... Me sorprendió, sin embargo, la sobriedad de los mensajes de los presidentes Bush y Obama, que evitaron las declaraciones personales, y leyeron en su lugar textos ajenos de carácter político y religioso, respectivamente (aunque se podría añadir que el salmo y la carta que escogieron no estaban carentes de mensaje).

Sea como fuere, una cosa es cierta, y es que los estadounidenses, como siempre, son únicos a la hora de emocionar. Si la ocasión era ya de por sí lacrimógena, la puesta en escena y la pasión que esta gente pone cuando quiere tocar la fibra sensible nunca deja indiferente. O eso, o vengo de un país con un espíritu de unidad tan minado, que cualquier cosa a su lado es puro sentimiento. Y si no, al tiempo: dentro de dos años, cuando nos toque a nosotros recordar a los nuestros, ¿seremos tan necios de desempolvar las mochilas o la foto de las Azores?

jueves, 25 de agosto de 2011

De Irene y otros sobresaltos

Cuando todos los McDonald's en la redonda cierran en Nueva York, algo grave debe de estar a punto de ocurrir. La estación de Grand Central, una de las más bulliciosas del mundo, cerrada a cal y canto. Metros, trenes y autobuses urbanos aparcados. Tiendas (!), museos, bibliotecas y hasta los musicales de Broadway, clausurados hasta nueva orden. Algo pasa. Irene pasa.



Martes de terremoto
La semana comenzó con la sorpresa de un temblor de tierra en pleno horario de oficina. El terremoto, con epicentro cerca de Virginia, sacudió Nueva York por unos segundos. Yo me encontraba en la oficina pero, por segunda vez, después de una primera experiencia sísmica no percibida en Alicante, me quedé sin sentir el movimiento. La razón, un tanto triste pero higiénica: me sorprendió lavándome los dientes, con lo que mis propias sacudidas me impidieron sentir las del edificio.

Al salir del baño, reunión en el descansillo de la oficina, cada cual comentando lo que había sentido. Habiendo temblado la tierra en mitad de la jornada, hubo experiencias para todos los gustos, desde la mía, cepillo en boca, hasta la del que venía por la calle de comer y le sorprendía que tanta gente hubiera salido de tantos edificios de oficinas a fumar en el mismo preciso momento.

La frase del suceso: "¡¡¡Terremotoooooooooooooo!!!" (imagínese uno a una traductora china, gritando en inglés y corriendo escaleras de emergencia abajo).

Miércoles de incendio
Desde que llegué a Nueva York, el edificio en el que trabajo se ha caracterizado por la relativa frecuencia con que suena una alarma de incendios. Unas veces han sido falsas alarmas, otras se rumorea que traductores chinos que insisten en fumar en sus plantas. El miércoles, también al mediodía, volvió a sonar. Después de unos segundos, me acerqué a la recepción de nuestra planta, donde me dijeron que se trataba de una falsa alarma. Sin embargo, unos minutos después, vuelve a saltar y al mismo tiempo recibo una llamada de una compañera de pasillo:

- Compañera preocupada: ¿¿¿Dónde estás???
- Yo: Pues... en mi despacho.
- CP: ¿¿¿Y qué hacés (añádase el acento conosureño) en el despacho??? ¡¡Estamos abajo!! ¿No ha saltado la alarma arriba?
- Yo: Sí, pero me han dicho que era una falsa alama.
- CP: ¿¡Pero qué falsa alarma!? ¡¡Hemos vuelto de comer y había cuatro camiones de bomberos en la acera!! ¡¡Bajate ahora mismo!!

Veinticuatro tramos de escaleras después, salgo a la calle y, efectivamente, gran parte del personal de nuestro edificio estaba ya en la acera, mientras tres camiones de bomberos lucían bandera frente a la entrada y uno más se mantenía alerta en la esquina de la calle.

El susto termina con la explicación del encargado de seguridad de la organización sobre una polea de ascensor humeante (humo, pero no fuego, insistió) y una despedida con moraleja relacionada con el 11-S que nadie terminó de entender muy bien.

La frase del suceso: "¿Por qué quedará tan guapo un chico con cualquier traje, aunque sea acolchado y fluorescente como el de los bomberos?". Se rumorea que de poleas nada, que las apariciones de los bomberos no tienen nada de fortuitas...

Fin de semana de huracán
Por si no habíamos tenido suficientes sobresaltos en una semana, el huracán Irene, del que había oído hablar desde el lunes por estar aguándole las vacaciones en Puerto Rico a mi vecina, parecía seguir rumbo al norte y barrer la costa Este de Estados Unidos. Si bien ya habíamos tenido experiencias con tormentas tropicales en la Reunión y algún tifón en Filipinas (a finales de septiembre de 2008 llegaron dos tifones Pablo a Manila), uno no se espera que eso le vaya a tocar también en estas latitudes.

Las declaraciones, noticias y correos acerca de los preparativos comenzaron a volar. De entre las que recibí, destacaré dos. La primera, la del supermercado enfrente de mi casa, al que, por cierto, alguien le podía dar unos consejos de diseño gráfico (pínchese para ver con más "detalle"):



La segunda, más lograda y acorde a la sonoridad de la palabra "huracán", de mi tienda de tebeos habitual:



Independientemente del resultado final, razones para ser precavidos podía haber, básicamente por lo novedoso de un fenómeno así en una zona no preparada para ellos y por la densidad de población de esta ciudad. Así que, haciendo caso al alcalde Bloomberg, recogí mesa, sillas y tendal de la terraza y me recogí a mí mismo para un fin de semana de lectura, correos, blog y películas (menudo momento para quedarme de rodríguez en NY...).

El sábado amaneció gris pero tranquilo. Después de un rato de lluvia, salí para ver qué sensaciones había a pie de calle y tomarme una limonada helada del McDonald's (lo más parecido al granizado de limón peninsular que he podio encontrar aquí). Sorpresa mayúscula al llegar frente a mi amigo Ronald y ver que le habían dejado solo detrás de la puerta cerrada y empañada del local y unos tristes carteles.

Aproveché para dar una vuelta por el barrio y todo estaba igual: GAP, Dunkin' Donuts, las farmacias y tiendas que abren 24 horas... A falta de granizado, pensé en un dulce de Magnolia Bakery, pero Grand Central había cerrado hasta sus tiendas. Lo único que vi abierto fue una de esas farmacias supermercado, con colas allí nunca vistas, pobladas de italianos cargados de agua. De hecho, delante de mí se llevaron, a falta de agua barata, las tres últimas botellas de Evian.

Por otro lado, no era de extrañar la abundancia de italianos: la gran mayoría de personas que me crucé en media hora de paseo eran turistas. Me imagino que cuando uno tiene siete días en NY o, peor aún, un fin de semana, aprovecha cualquier descanso de la lluvia para echarse a la calle. Pero los residentes, por lo visto y lo comentado con otros, estaban todos bien parapetados en su casa, en casa ajena (como una de mis compañeras de trabajo, evacuada de su apartamento frente al río) o estado de Nueva York adentro.

Sin querer tentar demasiado mi suerte, volví a casa dispuesto a recogerme hasta el día siguiente. Antes de acostarme vi por casualidad la última rueda de prensa del alcalde, en la que hasta se atrevió a invitar a la precaución en un deslavazado español. Cuando me acosté, pasada la medianoche, el viento ya azotaba la lluvia contra las ventanas de mi habitación: ¿sería de verdad tanto como nos habían anunciado?

El día después
Como suele pasar con el carácter un tanto alarmista de los norteamericanos ("better safe than sorry", que les gusta decir), motivado en parte, imagino, por la facilidad para demandarse entre sí por cualquier cosa, al final Irene no fue para tanto. Cuando me levanté ya no llovía, y los únicos daños que se podían ver desde mi casa consistían en la desaparición de la bandera de EEUU de la azotea del edificio de enfrente y algo de agua en una circunvalación de Manhattan que circula pegada al río.

El paseo dominical para ir a comprar el periódico fue más largo que de costumbre, pues las tiendas cercanas donde lo suelen vender estaban cerradas. De hecho, no sabía ni si lo habrían distribuido. Caminando llegué hasta Tudor City, el complejo de edificios que hay entre mi casa y la ONU, y en la calle que desemboca en la Secretaría General había más movimiento de lo esperado. Al acercarme, varias ramas caídas tapaban no sólo la acera sino, más adelante, un árbol de tamaño considerable que había caído hacia un edificio y levantado un bloque de cemento de la acera. Sorprendentemente, la punta del árbol había chocado contra una ventana del edificio y lo que se rompió fue la madera, no el cristal.



Definitivamente, ya no hacen edificios como los de antes...

En estos casos no sé si se puede decir que se peca de precavido. Probablemente no ha sido así, aunque quizá lo de la evacuación obligatoria fue algo demasiado lejos. En lo personal, la experiencia no superó las sensaciones vividas durante la tormenta Diwa en la Reunión, pero estos yanquis al final consiguen hacer que te lo tomes en serio. Sin llegar a llenar la bañera, tuve mi palangana azul llena de agua y mi linterna recargable a mano en la mesita. Just in case...

La frase del suceso: Del alcalde Bloomberg: "Lo que tenemos que hacernos es ponernos en lo peor, prepararnos para ello, y esperar lo mejor". Cumplido palabra por palabra...

viernes, 19 de agosto de 2011

Libertad a babor

En la línea de destinos insulares en los que hemos vivido, la vida en Manhattan nos está ofreciendo la posibilidad de disfrutar del mar o, cuando menos, de los ríos. Una de las actividades que se pueden realizar en esta ciudad es la de aprovechar la amplia oferta de paseos en barco por los dos cauces que rodean la isla.

En una tarde que presagiaba tormenta (para añadir algo de emoción), decidimos hacer una ruta nocturna de un par de horas frente a la costa sudeste de Manhattan. Embarcamos a las siete de la tarde en el muelle sur, una zona llena de tiendas, restaurantes, terrazas y, por consiguiente, turistas. De allí salía nuestro velero, una bonita y sencilla embarcación cuyo velamen ayudamos a desplegar tras salir del puerto mientras, para agradable sorpresa nuestra, nos ponían un disco entero de Manu Chao como banda sonora marinera.

La excursión, anunciada como "crucero al atardecer", se veía amenazada por nubes en el horizonte y algún que otro relámpago. Sin embargo, poco después de salir, el disco naranja del sol hizo acto de presencia y nos ofreció, efectivamente, un atardecer de postal, con una invitada especial a tal espectáculo: la Estatua de la Libertad. La segunda parte del trayecto consistió precisamente en acercarse a ella; llegamos casi entrada la noche, con el tiempo justo para ver cómo se iluminaba esa corona que en breve, y durante un tiempo, dejará de estar abierta para que el público pueda asomarse desde ella.

La tranquilidad que reinaba en medio del agua, con el barco detenido mientras observábamos la estatua, se vio pronto rota por el tránsito de los numerosos barcos que, como el nuestro, se acercaban para observar más de cerca este monumento histórico. El primero de ellos fue un “water taxi”, barcos pintados del mismo amarillo que los taxis que pueblan las calles de la ciudad y que cubren rutas fluviales. Desde el taxi acuático, cargado de muchos más pasajeros que nuestro barco, brillaban infinidad de luces de cámaras fotográficas ávidas de "libertad".

Apenas nos alejábamos de la estatua, pasó junto a nosotros otra embarcación, que recodaba a los vapores de ruedas que uno se imagina surcando en el Mississipi. Pero en lugar de la plácida calma sureña, o incluso de blues, dentro (y fuera, y alrededor) tronaba la música con la que un gran grupo de universitarios con pulserita celebraban desbocados una fiesta flotante.

Unas olas después, nos cruzamos con un flamante yate, de esos tan futuristas que parece que vayan a despegar del agua en cualquier momento. Sus tres cubiertas desbordaban clase: en la inferior se atisbaban luces cálidas y mesas bien servidas, para que los pasajeros pudieran cenar a bordo. En la intermedia, las luces de neón anunciaban el espacio para el baile, moderno pero más recogido que en el barco anterior. Y desde la terraza de la cubierta superior llegaban sonidos chill out mezclados con ritmos tribales. El lujo, la música y el color de los trajeados pasajeros del barco hacían pensar que el hijo de algún poderoso africano había decidido celebrar su cumpleaños por todo lo ancho del East River.

Pero no eran festivas todas las embarcaciones que divisamos desde nuestra cubierta: hubo también cargueros de contenedores, remolcadores, lanchas diminutas, catamaranes y hasta alguna que otra canoa. Tal variedad no hace sino trasladar el panorama terrestre de la ciudad al agua, transmitir el carácter de Nuevva York a sus ríos. Al fin y al cabo, tanto en la acera como en los cauces uno puede encontrar desde la alta sociedad hasta los que intentan pescar algo para comer, desde el ruido más atronador hasta la escena más idílica. Y, en cualquier caso, omnipresentes en tierra o en agua (y hasta en aire), los rascacielos y, por supuesto, los turistas.

viernes, 12 de agosto de 2011

Frikicine de verano

El verano no sería verano sin el cine... de verano. Sea en la plaza mayor, en patios de vecinos o en casa de un amigo con todas las ventanas abiertas, ver una película sentado en una silla de tijera con un granizado en la mano y disfrutando de la brisa que, con un poco de suerte, refresque la calurosa noche, es uno de los mayores placeres estivales inventados en los últimos cien años.


Nueva York, por suerte, no es ajena al fenómeno. Bien es cierto que nuestro primer intento de cine de verano neoyorquino se saldó con un rotundo fracaso cinematográfico, aunque la agradable velada social lo compensó: estuvimos tres horas de cena campestre en el céntrico césped de Bryant Park, esperando a que empezara "Los 39 escalones", y cuando comenzó el sonido era tan malo que nos tuvimos que marchar.

Sin embargo, desde entonces hemos tenido mejores experiencias, como la de desempolvar recuerdos infantiles y disfrutar de la casualidad de ver en Nueva York "Fievel y el Nuevo Mundo" con el mismo hermano con que una vez la vi siendo un crío. La proyectaban en un parque cercano al puente de Brooklyn, del otro lado de Manhattan, la pantalla instalada con el río y el distrito financiero de fondo. La única pega: la incomodidad de ver la película tumbado en el césped, sin saber qué postura era la más tortuosa de todas. Menos mal que el final de la velada fue espectacular: un inesperado espectáculo de fuegos artificiales lanzados desde una barcaza en el río, a escasos 200 metros de nosotros, cuyo motivo era totalmente desconocido.

En una ciudad como esta es natural que haya opciones variopintas dentro de cada tipo de entretenimiento, y el cine de verano no iba a ser menos. Desde que comenzó el verano tenía ganas de asistir a alguna de las proyecciones de Rooftop Films, una asociación que lleva años organizando ciclos de cine alternativo al aire libre. Tras algunos intentos pasados por agua, encontré un programa interesante, con la proyección de una selección de cortos basados o inspirados en videojuegos. Habiendo sido un jugador (moderado, me atrevería a decir, en contra de la probable opinión de mis padres), y habiendo trabajado un tiempo en ese sector, era mi oportunidad de cine al fresco.

Esa noche lo organizaban en la azotea de una antigua fábrica de latas de conservas de Brooklyn, reconvertida hoy en sede de estudios de profesiones varias y apartamentos. Lo cierto es que la infraestructura hacía palidecer las del típico cine estival en la plaza de toros del pueblo. En el patio interior del edificio habían instalado cuatro pantallas en las que se podían probar videojuegos creados por desarrolladores independientes, y una marca de ron que patrocina el festival había instalado una de esas caravanas de curvas plateadas tan vistas en las otras grandes pantallas. Subiendo a lo más alto del edificio, la espaciosa azotea estaba provista de sillas bastante cómodas para lo habitual en estos casos, y se disfrutaba de una tranquilidad y una brisa envidiables para los moradores de Manhattan.

Para subrayar el carácter alternativo del evento, antes de los cortos hubo un breve concierto de una pareja de "modernos", Tiny Victories, que armados de teclado, sintetizador y batería, resultaron ser mucho mejores de lo que habría esperado. Por fin, ya de noche cerrada, comenzó el espectáculo de fusión de videojuegos y cine, con unos diez cortos de lo más variados: desde documentales sobre el uso de videojuegos como material educativo hasta denuncias contra el militarismo, pasando por una recopilación de muertes de los clásicos con emotiva banda sonora en versión MIDI o una épica batalla entre el héroe acabado de las dos dimensiones y el magnate de las tres dimensiones. También hubo hueco para un videoclip concebido para los conocedores de Nueva York, con numerosas referencias culturales, urbanas y sociales a la vida en la ciudad, y que hizo las delicias del público. En general, los cortos que más gustaron fueron aquellos que apelaron precisamente a eso, a imágenes conocidas, no ya de Nueva York, sino del pasado de los videojuegos, un sector surgido de unas bases tan precarias como las cintas de cassette y las dos dimensiones para llegar hasta las tres dimensiones y los dispositivos cinéticos. Un campo en ocasiones abiertamente denostado como vicio más que como entretenimiento, pero que últimamente ha sido reconocido legalmente como arte. Y una disciplina que consiguió, por una noche, transformar el cine de verano en frikicine de verano.