jueves, 25 de agosto de 2011

De Irene y otros sobresaltos

Cuando todos los McDonald's en la redonda cierran en Nueva York, algo grave debe de estar a punto de ocurrir. La estación de Grand Central, una de las más bulliciosas del mundo, cerrada a cal y canto. Metros, trenes y autobuses urbanos aparcados. Tiendas (!), museos, bibliotecas y hasta los musicales de Broadway, clausurados hasta nueva orden. Algo pasa. Irene pasa.



Martes de terremoto
La semana comenzó con la sorpresa de un temblor de tierra en pleno horario de oficina. El terremoto, con epicentro cerca de Virginia, sacudió Nueva York por unos segundos. Yo me encontraba en la oficina pero, por segunda vez, después de una primera experiencia sísmica no percibida en Alicante, me quedé sin sentir el movimiento. La razón, un tanto triste pero higiénica: me sorprendió lavándome los dientes, con lo que mis propias sacudidas me impidieron sentir las del edificio.

Al salir del baño, reunión en el descansillo de la oficina, cada cual comentando lo que había sentido. Habiendo temblado la tierra en mitad de la jornada, hubo experiencias para todos los gustos, desde la mía, cepillo en boca, hasta la del que venía por la calle de comer y le sorprendía que tanta gente hubiera salido de tantos edificios de oficinas a fumar en el mismo preciso momento.

La frase del suceso: "¡¡¡Terremotoooooooooooooo!!!" (imagínese uno a una traductora china, gritando en inglés y corriendo escaleras de emergencia abajo).

Miércoles de incendio
Desde que llegué a Nueva York, el edificio en el que trabajo se ha caracterizado por la relativa frecuencia con que suena una alarma de incendios. Unas veces han sido falsas alarmas, otras se rumorea que traductores chinos que insisten en fumar en sus plantas. El miércoles, también al mediodía, volvió a sonar. Después de unos segundos, me acerqué a la recepción de nuestra planta, donde me dijeron que se trataba de una falsa alarma. Sin embargo, unos minutos después, vuelve a saltar y al mismo tiempo recibo una llamada de una compañera de pasillo:

- Compañera preocupada: ¿¿¿Dónde estás???
- Yo: Pues... en mi despacho.
- CP: ¿¿¿Y qué hacés (añádase el acento conosureño) en el despacho??? ¡¡Estamos abajo!! ¿No ha saltado la alarma arriba?
- Yo: Sí, pero me han dicho que era una falsa alama.
- CP: ¿¡Pero qué falsa alarma!? ¡¡Hemos vuelto de comer y había cuatro camiones de bomberos en la acera!! ¡¡Bajate ahora mismo!!

Veinticuatro tramos de escaleras después, salgo a la calle y, efectivamente, gran parte del personal de nuestro edificio estaba ya en la acera, mientras tres camiones de bomberos lucían bandera frente a la entrada y uno más se mantenía alerta en la esquina de la calle.

El susto termina con la explicación del encargado de seguridad de la organización sobre una polea de ascensor humeante (humo, pero no fuego, insistió) y una despedida con moraleja relacionada con el 11-S que nadie terminó de entender muy bien.

La frase del suceso: "¿Por qué quedará tan guapo un chico con cualquier traje, aunque sea acolchado y fluorescente como el de los bomberos?". Se rumorea que de poleas nada, que las apariciones de los bomberos no tienen nada de fortuitas...

Fin de semana de huracán
Por si no habíamos tenido suficientes sobresaltos en una semana, el huracán Irene, del que había oído hablar desde el lunes por estar aguándole las vacaciones en Puerto Rico a mi vecina, parecía seguir rumbo al norte y barrer la costa Este de Estados Unidos. Si bien ya habíamos tenido experiencias con tormentas tropicales en la Reunión y algún tifón en Filipinas (a finales de septiembre de 2008 llegaron dos tifones Pablo a Manila), uno no se espera que eso le vaya a tocar también en estas latitudes.

Las declaraciones, noticias y correos acerca de los preparativos comenzaron a volar. De entre las que recibí, destacaré dos. La primera, la del supermercado enfrente de mi casa, al que, por cierto, alguien le podía dar unos consejos de diseño gráfico (pínchese para ver con más "detalle"):



La segunda, más lograda y acorde a la sonoridad de la palabra "huracán", de mi tienda de tebeos habitual:



Independientemente del resultado final, razones para ser precavidos podía haber, básicamente por lo novedoso de un fenómeno así en una zona no preparada para ellos y por la densidad de población de esta ciudad. Así que, haciendo caso al alcalde Bloomberg, recogí mesa, sillas y tendal de la terraza y me recogí a mí mismo para un fin de semana de lectura, correos, blog y películas (menudo momento para quedarme de rodríguez en NY...).

El sábado amaneció gris pero tranquilo. Después de un rato de lluvia, salí para ver qué sensaciones había a pie de calle y tomarme una limonada helada del McDonald's (lo más parecido al granizado de limón peninsular que he podio encontrar aquí). Sorpresa mayúscula al llegar frente a mi amigo Ronald y ver que le habían dejado solo detrás de la puerta cerrada y empañada del local y unos tristes carteles.

Aproveché para dar una vuelta por el barrio y todo estaba igual: GAP, Dunkin' Donuts, las farmacias y tiendas que abren 24 horas... A falta de granizado, pensé en un dulce de Magnolia Bakery, pero Grand Central había cerrado hasta sus tiendas. Lo único que vi abierto fue una de esas farmacias supermercado, con colas allí nunca vistas, pobladas de italianos cargados de agua. De hecho, delante de mí se llevaron, a falta de agua barata, las tres últimas botellas de Evian.

Por otro lado, no era de extrañar la abundancia de italianos: la gran mayoría de personas que me crucé en media hora de paseo eran turistas. Me imagino que cuando uno tiene siete días en NY o, peor aún, un fin de semana, aprovecha cualquier descanso de la lluvia para echarse a la calle. Pero los residentes, por lo visto y lo comentado con otros, estaban todos bien parapetados en su casa, en casa ajena (como una de mis compañeras de trabajo, evacuada de su apartamento frente al río) o estado de Nueva York adentro.

Sin querer tentar demasiado mi suerte, volví a casa dispuesto a recogerme hasta el día siguiente. Antes de acostarme vi por casualidad la última rueda de prensa del alcalde, en la que hasta se atrevió a invitar a la precaución en un deslavazado español. Cuando me acosté, pasada la medianoche, el viento ya azotaba la lluvia contra las ventanas de mi habitación: ¿sería de verdad tanto como nos habían anunciado?

El día después
Como suele pasar con el carácter un tanto alarmista de los norteamericanos ("better safe than sorry", que les gusta decir), motivado en parte, imagino, por la facilidad para demandarse entre sí por cualquier cosa, al final Irene no fue para tanto. Cuando me levanté ya no llovía, y los únicos daños que se podían ver desde mi casa consistían en la desaparición de la bandera de EEUU de la azotea del edificio de enfrente y algo de agua en una circunvalación de Manhattan que circula pegada al río.

El paseo dominical para ir a comprar el periódico fue más largo que de costumbre, pues las tiendas cercanas donde lo suelen vender estaban cerradas. De hecho, no sabía ni si lo habrían distribuido. Caminando llegué hasta Tudor City, el complejo de edificios que hay entre mi casa y la ONU, y en la calle que desemboca en la Secretaría General había más movimiento de lo esperado. Al acercarme, varias ramas caídas tapaban no sólo la acera sino, más adelante, un árbol de tamaño considerable que había caído hacia un edificio y levantado un bloque de cemento de la acera. Sorprendentemente, la punta del árbol había chocado contra una ventana del edificio y lo que se rompió fue la madera, no el cristal.



Definitivamente, ya no hacen edificios como los de antes...

En estos casos no sé si se puede decir que se peca de precavido. Probablemente no ha sido así, aunque quizá lo de la evacuación obligatoria fue algo demasiado lejos. En lo personal, la experiencia no superó las sensaciones vividas durante la tormenta Diwa en la Reunión, pero estos yanquis al final consiguen hacer que te lo tomes en serio. Sin llegar a llenar la bañera, tuve mi palangana azul llena de agua y mi linterna recargable a mano en la mesita. Just in case...

La frase del suceso: Del alcalde Bloomberg: "Lo que tenemos que hacernos es ponernos en lo peor, prepararnos para ello, y esperar lo mejor". Cumplido palabra por palabra...

viernes, 19 de agosto de 2011

Libertad a babor

En la línea de destinos insulares en los que hemos vivido, la vida en Manhattan nos está ofreciendo la posibilidad de disfrutar del mar o, cuando menos, de los ríos. Una de las actividades que se pueden realizar en esta ciudad es la de aprovechar la amplia oferta de paseos en barco por los dos cauces que rodean la isla.

En una tarde que presagiaba tormenta (para añadir algo de emoción), decidimos hacer una ruta nocturna de un par de horas frente a la costa sudeste de Manhattan. Embarcamos a las siete de la tarde en el muelle sur, una zona llena de tiendas, restaurantes, terrazas y, por consiguiente, turistas. De allí salía nuestro velero, una bonita y sencilla embarcación cuyo velamen ayudamos a desplegar tras salir del puerto mientras, para agradable sorpresa nuestra, nos ponían un disco entero de Manu Chao como banda sonora marinera.

La excursión, anunciada como "crucero al atardecer", se veía amenazada por nubes en el horizonte y algún que otro relámpago. Sin embargo, poco después de salir, el disco naranja del sol hizo acto de presencia y nos ofreció, efectivamente, un atardecer de postal, con una invitada especial a tal espectáculo: la Estatua de la Libertad. La segunda parte del trayecto consistió precisamente en acercarse a ella; llegamos casi entrada la noche, con el tiempo justo para ver cómo se iluminaba esa corona que en breve, y durante un tiempo, dejará de estar abierta para que el público pueda asomarse desde ella.

La tranquilidad que reinaba en medio del agua, con el barco detenido mientras observábamos la estatua, se vio pronto rota por el tránsito de los numerosos barcos que, como el nuestro, se acercaban para observar más de cerca este monumento histórico. El primero de ellos fue un “water taxi”, barcos pintados del mismo amarillo que los taxis que pueblan las calles de la ciudad y que cubren rutas fluviales. Desde el taxi acuático, cargado de muchos más pasajeros que nuestro barco, brillaban infinidad de luces de cámaras fotográficas ávidas de "libertad".

Apenas nos alejábamos de la estatua, pasó junto a nosotros otra embarcación, que recodaba a los vapores de ruedas que uno se imagina surcando en el Mississipi. Pero en lugar de la plácida calma sureña, o incluso de blues, dentro (y fuera, y alrededor) tronaba la música con la que un gran grupo de universitarios con pulserita celebraban desbocados una fiesta flotante.

Unas olas después, nos cruzamos con un flamante yate, de esos tan futuristas que parece que vayan a despegar del agua en cualquier momento. Sus tres cubiertas desbordaban clase: en la inferior se atisbaban luces cálidas y mesas bien servidas, para que los pasajeros pudieran cenar a bordo. En la intermedia, las luces de neón anunciaban el espacio para el baile, moderno pero más recogido que en el barco anterior. Y desde la terraza de la cubierta superior llegaban sonidos chill out mezclados con ritmos tribales. El lujo, la música y el color de los trajeados pasajeros del barco hacían pensar que el hijo de algún poderoso africano había decidido celebrar su cumpleaños por todo lo ancho del East River.

Pero no eran festivas todas las embarcaciones que divisamos desde nuestra cubierta: hubo también cargueros de contenedores, remolcadores, lanchas diminutas, catamaranes y hasta alguna que otra canoa. Tal variedad no hace sino trasladar el panorama terrestre de la ciudad al agua, transmitir el carácter de Nuevva York a sus ríos. Al fin y al cabo, tanto en la acera como en los cauces uno puede encontrar desde la alta sociedad hasta los que intentan pescar algo para comer, desde el ruido más atronador hasta la escena más idílica. Y, en cualquier caso, omnipresentes en tierra o en agua (y hasta en aire), los rascacielos y, por supuesto, los turistas.

viernes, 12 de agosto de 2011

Frikicine de verano

El verano no sería verano sin el cine... de verano. Sea en la plaza mayor, en patios de vecinos o en casa de un amigo con todas las ventanas abiertas, ver una película sentado en una silla de tijera con un granizado en la mano y disfrutando de la brisa que, con un poco de suerte, refresque la calurosa noche, es uno de los mayores placeres estivales inventados en los últimos cien años.


Nueva York, por suerte, no es ajena al fenómeno. Bien es cierto que nuestro primer intento de cine de verano neoyorquino se saldó con un rotundo fracaso cinematográfico, aunque la agradable velada social lo compensó: estuvimos tres horas de cena campestre en el céntrico césped de Bryant Park, esperando a que empezara "Los 39 escalones", y cuando comenzó el sonido era tan malo que nos tuvimos que marchar.

Sin embargo, desde entonces hemos tenido mejores experiencias, como la de desempolvar recuerdos infantiles y disfrutar de la casualidad de ver en Nueva York "Fievel y el Nuevo Mundo" con el mismo hermano con que una vez la vi siendo un crío. La proyectaban en un parque cercano al puente de Brooklyn, del otro lado de Manhattan, la pantalla instalada con el río y el distrito financiero de fondo. La única pega: la incomodidad de ver la película tumbado en el césped, sin saber qué postura era la más tortuosa de todas. Menos mal que el final de la velada fue espectacular: un inesperado espectáculo de fuegos artificiales lanzados desde una barcaza en el río, a escasos 200 metros de nosotros, cuyo motivo era totalmente desconocido.

En una ciudad como esta es natural que haya opciones variopintas dentro de cada tipo de entretenimiento, y el cine de verano no iba a ser menos. Desde que comenzó el verano tenía ganas de asistir a alguna de las proyecciones de Rooftop Films, una asociación que lleva años organizando ciclos de cine alternativo al aire libre. Tras algunos intentos pasados por agua, encontré un programa interesante, con la proyección de una selección de cortos basados o inspirados en videojuegos. Habiendo sido un jugador (moderado, me atrevería a decir, en contra de la probable opinión de mis padres), y habiendo trabajado un tiempo en ese sector, era mi oportunidad de cine al fresco.

Esa noche lo organizaban en la azotea de una antigua fábrica de latas de conservas de Brooklyn, reconvertida hoy en sede de estudios de profesiones varias y apartamentos. Lo cierto es que la infraestructura hacía palidecer las del típico cine estival en la plaza de toros del pueblo. En el patio interior del edificio habían instalado cuatro pantallas en las que se podían probar videojuegos creados por desarrolladores independientes, y una marca de ron que patrocina el festival había instalado una de esas caravanas de curvas plateadas tan vistas en las otras grandes pantallas. Subiendo a lo más alto del edificio, la espaciosa azotea estaba provista de sillas bastante cómodas para lo habitual en estos casos, y se disfrutaba de una tranquilidad y una brisa envidiables para los moradores de Manhattan.

Para subrayar el carácter alternativo del evento, antes de los cortos hubo un breve concierto de una pareja de "modernos", Tiny Victories, que armados de teclado, sintetizador y batería, resultaron ser mucho mejores de lo que habría esperado. Por fin, ya de noche cerrada, comenzó el espectáculo de fusión de videojuegos y cine, con unos diez cortos de lo más variados: desde documentales sobre el uso de videojuegos como material educativo hasta denuncias contra el militarismo, pasando por una recopilación de muertes de los clásicos con emotiva banda sonora en versión MIDI o una épica batalla entre el héroe acabado de las dos dimensiones y el magnate de las tres dimensiones. También hubo hueco para un videoclip concebido para los conocedores de Nueva York, con numerosas referencias culturales, urbanas y sociales a la vida en la ciudad, y que hizo las delicias del público. En general, los cortos que más gustaron fueron aquellos que apelaron precisamente a eso, a imágenes conocidas, no ya de Nueva York, sino del pasado de los videojuegos, un sector surgido de unas bases tan precarias como las cintas de cassette y las dos dimensiones para llegar hasta las tres dimensiones y los dispositivos cinéticos. Un campo en ocasiones abiertamente denostado como vicio más que como entretenimiento, pero que últimamente ha sido reconocido legalmente como arte. Y una disciplina que consiguió, por una noche, transformar el cine de verano en frikicine de verano.

lunes, 1 de agosto de 2011

Vodka on the beach

Siento comenzar esta entrada sobre el lado ruso de Nueva York con un tópico fotográfico tan evidente. Pero la imagen recoge la esencia de lo experimentado un día de verano en una playa en el sur de Brooklyn, a algo menos de una hora en metro del centro de Manhattan: Brighton Beach. O tal vez debería decir "Брайтон-Бич". El barrio del mismo nombre, también conocido como "la pequeña Odesa", está habitado por una mayoría de ex residentes de la antigua Unión Soviética (rusos, ucranianos, armenios, georgianos, uzbecos...) de modo que el vecindario parece un Chinatown a la euroriental, con carteles en cirílico, librerías con toda la edad de oro de la literatura rusa en versión original y restaurantes en los que comer "blinis" y beber "kvas".

La playa
Al contrario del aire aristocrático que debía de reinar en los balnearios de Odesa, la playa de Brighton Beach se asemeja más a un Benidorm al que se hubieran llevado a pasar el día a todos los rusos de Altea. Tras desplegar la toalla, un barrido visual y auditivo hace pensar al playista que en lugar de tomar el metro hasta Brooklyn se ha teletransportado hasta alguna playa del Mar Negro: abundan las chicas y los chicos cuyo aspecto denota genes de Europa del Este: rubios y, reduciéndolo a una impresión simplista, "con cara de rusos". Pero, en la mayoría de los casos, la impresión se confirma, y cuando abren la boca abunda el ruso en el ambiente. Así, la estampa benidormense de toallas y sombrillas queda sólo desfigurada por la conversión del típico "¡¡¡CARLITOOOOOOOSSS!!! ¡¡Vente pacáááááá!!" en un "SASHAAAAAAAAAAA!!! Idí syudááááá!!!".

La playa en sí no es excesivamente distinta de algunas de las que se puedan encontrar en España. Eso sí, si antes he usado la invención "playista" no es por capricho: en Brighton Beachno me podría considerar bañista puesto que no creo que me atreva a meterme en esas aguas del Atlántico. A pesar de ser compartidas con las de Asturias, antes me metería en las del norte de España llenas de algas que en las del sur de Brooklyn. Digamos que no se veían repulsivas, pero tampoco nadie a quien haya preguntado me ha animado hasta el momento a bañarme en estas playas, salvo un taxista ruso que me contó que para desentumecerse de sus turnos de doce horas nadaba media todos los días en estas mismas aguas.

La comida
¿Puede existir algún lugar en Estados Unidos en el que no se sirva Coca Cola? Sí, existe, aunque socialmente está más cerca de Europa que de América. Se trata del "Café Glechik", un restaurante sencillo en el que uno puede ejercer el delicado arte de pedir comida en ruso (sobre todo si no recuerda cómo se dice hígado). Especializado en comida típica de Odesa, por suerte el menú en ruso tiene su traducción al inglés en el reverso.
Haciendo demasiado calor para el "borsch" (sopa de remolacha), nos animamos a pedir champiñones en salsa, pollo strogonoff y "pelmeni" gratinados, una especie de ravioli muy típicos de la comida rusa o ucraniana. Para beber, los rusófonos de las mesas cercanas tomaban té caliente, como se suele hacer en sus lugares de origen incluso en verano. Nosotros, viniendo de la playa, optamos por "compote", una bebida a base de mermeladas de bayas y... agua, puesto que al pedir Coca Cola nos miraron como si la hubiéramos pedido en un gulag de Siberia hace 50 años.

Coney Island
Después de comer y de comprar un disco de pop rock ruso por 5 dólares (probablemente falso), dimos un paseo hasta una construcción de hierro, una torre roja en el horizonte que se divisa en todo momento desde la arena de Brighton Beach: se trata de una de las atracciones reunidas en Coney Island, una isla que dejó de serlo cuando rellenaron la separación con escombros. Antes de la Gran Depresión fue todo un referente del ocio marítimo neoyorquino, pero hoy lucha por recuperar cierto brillo tras años de capa caída. Cuenta para ello con un parque de atracciones tradicionales, un acuario y un agradable paseo de tablones poblado de bares, puestos de comida y alguna que otra tienda.

Por cierto, que aquí es donde se celebra el famoso concurso de comida de perritos calientes, patrocinado por un puesto de perritos cercano. El ganador de este año acabó con 62 en 10 minutos, 6 por debajo de su propio récord. El mítico japonés que ganaba hace unos años está peleado con la "Major League Eating" y no le dejan presentarse. Dónde quedan los conflictos de la NBA, cuando hay 60 perritos de por medio...