sábado, 30 de abril de 2011

Mondando la Gran Manzana

No me puedo quejar: hoy eran las 7:00 cuando mi cuerpo ha dicho basta, así que debe de ser señal de que voy tomando el nuevo ritmo. El día de ayer fue largo y completo. Sin proponérnoslo, ¡vimos ocho pisos!

Lo cierto es que nuestra intención era pasear por la ciudad e ir haciéndonos una idea del ambiente en las zonas en las que nos habíamos planteado mirar alojamiento. Y el día comenzó así, de hecho; salimos del apartamento y nos metimos una buena dosis de pijerío. El piso en el que estamos ahora se encuentra, si se puede decir, en el "Lower" Upper East Side. Es decir, en la parte más al sur de uno de los barrios más adinerados de Nueva York. Es más, resulta bastante peculiar el contraste entre el apartamento y la zona: mientras el piso parece haberse quedado congelado en los 80, con las paredes de la entrada forradas de tela, espejos del suelo al techo en el salón y una cocina tan retro que probablemente ya vuelve a estar de moda, basta salir de esta calle en dirección hacia el parque para comprobar que el vecindario respira alta sociedad por los cuatro costados. Desde el piso hasta Central Park se cruzan tres avenidas: Park, Madison y la Quinta, a cual más chic. Nada más doblar la esquina aparece una tienda de Hermès, y las joyerías y tiendas de alta costura se suceden en las avenidas mientras en la calle por la que vamos hacia el oeste abundan los hoteles "con encanto" y restaurantes de alto copete, con profusión de coche de alta gama en la puerta con chófer esperando. Y sí, como también nos habían comentado, señoras con perrito en brazos y paseadores de perros profesionales. Por no hablar de las notas de color que fascinaron a Ana: cada pie de árbol está plantado de tulipanes a rebosar, y cuando no tulipanes, narcisos. Retomando las primeras impresiones de las que hablaba ayer, ésta se corresponde más a lo que esperaba de esta zona, y ayuda sin duda el hecho de que haya salido una mañana impolutamente soleada.

Callejeando

Bajamos unas veinte manzanas por la Quinta avenida, con los sospechosos habituales: la tienda Apple, la juguetería del piano de "Big", Gucci, Prada, Diesel... Supongo que ahora tocaría que comentara el ambiente glamuroso que reina; sin embargo, por un lado es lo que esperaba de esta avenida, y por otro es algo que tampoco me emociona en exceso. Así que apuntaré otra cosa que me sorprende y que me pega más: la cantidad de bicicletas que rondan la ciudad. Las hay de todo tipo: de montaña, de carretera, de piñón fijo, "cruisers"... ¡y van como locas! Muchas son de los famosos repartidores bicicleteros de Nueva York (¿alguien recuerda una serie de hace muchos años inspirada en eso?), y algunos son simplemente temerarios que van silbato en boca para invitar a los peatones a apartarse cuando se ponen en su camino. Pero tranquilos, padres o tíos que podáis leer esto, si yo algún día tengo mi bici, no iré tan a lo loco como he visto por aquí...

Naciones Unidas, impresión... ruinosa
Bajando en zig zag hacia el sur, decidimos acercarnos hasta Naciones Unidas, que nos recibe con una imagen inesperada: el edificio del Consejo de Seguridad, que ya sabía que estaba en obras, se encuentra cubierto por un plástico blanco. Pero lo que no sabía es que la torre principal también lo estuviera, y su imagen ciertamente recuerda a algunos de los más tristes episodios de este país. La foto lo dice todo...

Inesperada tournée inmobiliaria

Siguiendo con nuestro descenso hacia el sur, decidimos acercarnos a un complejo de apartamentos del que nos habían hablado, ya que hay gente de la ONU que vive allí. En un principio, sólo pretendemos ver el sitio, pero al comprobar que tienen oficina nos decidimos a acercarnos y acabamos viendo tres apartamentos de la mano de una amable... colombiana. Las vistas en algunos de ellos son impresionantes, ya que dan directamente al East River. La única pega: que están un poco aislados del resto de la ciudad por una especie de circunvalación.

La excursión prosigue hacia el East Village, con idea de comer en una pizzería italiana recomendada, pero de camino nos topamos con Peter Cooper Village y su hermano mayor Stuyvesant Town, otros dos complejos de apartamentos. En el primero estuvo viviendo nuestro amigo Pablo hace un par de años, y siempre nos lo había recomendado. Y, para gran desilusión (posterior) nuestra, efectivamente merece la pena. Los pisos allí son muy espaciosos, recién renovados, en una zona muy verde (mientras lo veíamos Ana se asombraba con la población de ardillas del lugar), con un ambiente bastante juvenil y, además, con el autobús directo a la ONU en la puerta. La pega: los trámites y garantías que piden, de lo más variado. Para empezar, un aval personal de alguien que viva en Estados Unidos. Y para seguir, exigen que la renta del inquilino supere en 36 veces el alquiler mensual del piso; es decir, que si el piso sale por 3.000 dólares, uno debe ganar 108.000 al año. Factores, ambos, que complican considerablemente el quedarnos allí en nuestro caso...

Las condiciones del mercado inmobiliario de Manhattan tampoco nos pillan de sorpresa, pues ya nos habían avisado (como mi hermano Juan y sus series me anunciaron) de que es bastante exigente, y más cuando no tienes un historial bancario en el país. Pero, por otro lado, estamos contentos porque en un día en que ni nos lo habíamos planteado, hemos visto ocho pisos y tenemos ya una primera impresión (si se me permite volver al concepto) de lo que hay y lo que nos pueden pedir.

Y para hoy, aparte del turisteo, otra cita inmobiliaria: ésta, con una española que lleva ya muchos años aquí y trabaja de agente inmobiliaria. Nos va a enseñar un apartamento en una casa bastante peculiar. Pero eso queda ya para la próxima entrada.

viernes, 29 de abril de 2011

Jet lag Real

Las cuatro de la mañana. El hombre que no duerme en la ciudad que nunca duerme. Por suerte, será pasajero: para mi cuerpo son las 10 de la mañana, una hora prudente para levantarse por más que me haya acostado tarde. O pronto, según se mire, ya que a las 21:30 del reloj (real, no biológico) estaba en la cama. Enciendo la tele y, mientras aquí es de noche cerrada, los distinguidos invitados comienzan a acceder a la Abadía de Westminster para la boda del año.

Efectivamente, es mi primera noche en Nueva York.

Parecía que no íbamos a llegar nunca, cuando me ofrecieron un contrato hace ya nueve meses… pero lo hicimos. Con sentimientos encontrados, porque esta vez, al contrario de periplos anteriores en el extranjero, no tenemos fecha de retorno fijada de antemano. Pero con una gran ilusión por comenzar una nueva etapa en una ciudad que se antoja fantástica. Porque, si alguna conclusión se puede extraer de todas las conversaciones previas sobre nuestro nuevo destino, es que Nueva York cautiva a todo el que la ha visitado. Así como otras ciudades (Bruselas, por ejemplo, aunque yo sea un profundo defensor de su melancolía) despiertan opiniones variopintas, no ha habido ningún comentario de todos aquellos, de las más variadas condiciones y personalidades, que han estado allí (perdón, aquí, aún no me acostumbro) y me han transmitido su experiencia.

Azar, presagios y la vida misma
El trayecto hasta aquí fue placentero. De hecho, fuimos tan cómodos que durante una gran parte del viaje no era apenas consciente de la transición, más que física, que estaba realizando en ese momento. Supongo que para eso se han concebido las últimas prestaciones de los aviones, es decir, para que uno desconecte y no esté pensando en el ruido que hace el avión o las horas que lleva metido en ese autobús con alas. Pues a veces lo consiguen: había momentos en que parecía que en lugar de un avión estuviera en un cine, viendo despreocupadamente “Inside job” (aunque he de decir que lo de no viajar en turista ayuda, y mucho…).

Durante el vuelo disfruto de una coincidencia de las que parecen propias de un malabarismo del azar oportunamente planeado en el tiemplo y el espacio: en la revista “Viajar” que nos reparten, un artículo sobre Cuenca (con los gazapos habituales, pero incomprensibles cuando le dedicas un artículo entero, de “ciudad manchega” y “casas colgantes”) y otro sobre “Lo más a la última del Soho”. Curiosa metáfora, reunida en unas páginas y hallada a mitad de camino, del a dónde vamos y de dónde venimos, si bien tampoco sea la intención cambiar el espíritu parco que aquella tierra me contagió por el esnobismo sin cuartel al que uno se puede aficionar por estos lares.

Ya en tierra, otro detalle que, siendo supersticioso, uno podría tomar por un buen presagio. Al ir a pagar los 5 dólares por un carrito para el equipaje (sorpresa: se acabó el método supermercado, aquí la moneda no te la devuelven), la máquina me devuelve por error una moneda. Le pregunto al operario que había estado destripándola apenas un instante antes, y me dice que me ha salido por error, que me la quede y me ahorre un dólar por el carrito. Un momento. ¿Un dólar? ¿Desde cuándo hay monedas de un dólar de uso corriente?. La moneda de mayor valor que yo conocía hasta ahora era la de 25 centavos, y los únicos dólares en metal que había visto eran los de la colección de Presidentes de EEUU que empezaron a acuñar hace unos años, que había tomado por piezas de colección, pero que por lo visto son también de uso corriente. Sea como fuere, la sorpresa de este “regalo” de una moneda desconocida (y con cierto encanto, todo sea dicho, dorada y resplandeciente), suena a buen comienzo y me la guardo en el maletín para no mezclarla con las demás y guardarla de recuerdo del comienzo de la nueva experiencia que en ese momento, apenas descendidos del avión, comenzaba para nosotros en Nueva York. ¡Esperemos que nos aguarden tiempos tan brillantes como los de este dólar!


Impresiones
Las primeras impresiones (de las que nunca hay segundas, como ayer mismo me decía, a modo de consejo, un buen amigo) son siempre curiosas cuando uno llega a una nueva ciudad, y más cuando no es de paso, sino para quedarse, pues el tiempo puede confirmarlas o rebatirlas más firmemente. Las de Nueva York han sido, en una palabra, grises. Grises porque ha estado lloviendo con ganas (con inundaciones en estados cercanos), y el cielo que nos da la bienvenida es encapotado y plomizo. Pero grises también porque, a pesar de que está comenzado a despuntar la primavera (hemos llegado tarde para ver la floración de cerezos en Brooklyn, aunque sería incomparable con la que disfrutamos en el Jerte), cuya lluvia suele estar llamada a limpiarlo todo y dar un nuevo color y brillo al ambiente, la ciudad aparece con una pátina que parece rebelarse contra el agua.


La otra primera impresión, la social, parece confirmarse tal como se nos había anunciado: uno de los comentarios recurrentes de quienes conocían la ciudad antes que nosotros era el referido a la cantidad de hispanohablantes que uno se puede encontrar en ella. Y en verdad, lo hemos comprobado en unas pocas horas. En el piso en el que nos quedaremos este primer mes nos estaba esperando para darnos la llave la chica que viene a limpiarlo: sudamericana. En el restaurante al que hemos ido a cenar, los camareros mejicanos nos atienden en nuestro idioma. Y en el supermercado, una amable señora argentina le aclara a Ana cuál es el café (colocado en frente de… ¡chocolate Valor!) para cafetera italiana. En realidad, quitando el taxi y el funcionario de aduanas, podríamos haber pasado estas primeras horas sin tener que usar una palabra de inglés.


Pero las señales de sociedad globalizada no terminan ahí, hay algunas que nos sorprenden más que la abundancia sonora del español, que nos llega incluso de conversaciones de los transeúntes en nuestra primera incursión a pie por las calles de Manhattan. Durante la cena, por ejemplo, los camareros debaten animadamente, para gran desesperación nuestra… ¡del Madrid-Barcelona que se había jugado la noche anterior! Uno deseando salir de España para dejar atrás los 30 minutos de telediario futbolero y el ostracismo informativo de otros deportes que no sean con motor, y la primera cena en Nueva York se ve amenizada por los dimes y diretes habituales del “deporte rey” (¡¡no aquí, al menos!!).


Para seguir arropándonos y que no nos sintamos extraños, la Segunda avenida nos sorprende también con una tienda de vinos cuyo escaparate bien podría ser el de cualquier enoteca española. Caldo de la semana: Vino “Manolo”, variedad tempranillo, 2009… ¡El Provencio! Vamos, lo último que uno se espera, encontrarse un escaparate del Upper East Side dedicado en exclusiva a un vino manchego (este sí, manchego). A este paso, mañana me encuentro con un Finca La Estacada, y pasado con un Fontal…

Obviamente, estas primeras impresiones no son extrapolables, puesto que apenas disponemos de lo visto durante el trayecto desde el aeropuerto y en unas pocas manzanas a pie cerca del apartamento, ni tratado con más gente que la que nos hemos cruzado. Pero el contraste con el día, el sol y la primavera que nos despidió en Alicante, es innegable. En cualquier caso, bueno es plasmar estas primeras impresiones, ya que dentro de un tiempo, si esta primera experiencia “bloguera” sigue adelante (con entradas, supongo, más cortas que ésta inicial), será un buen punto de partida.

En fin, son las 6:30 de la mañana y los Guillermo y Catalina se acaban de casar. Creo que va siendo hora de desayunar…