martes, 4 de septiembre de 2012

Pedaladas de rodríguez (II)

Por segundo año consecutivo, me he quedado de rodríguez en Nueva York. Y, al igual que el año pasado, el plan, entre otras cosas, consistía en aprovechar para moverme en bicicleta lo máximo posible. Sin embargo, en esta ocasión sería diferente, ya que si bien en agosto pasado vivía tan cerca del trabajo que no tenía sentido ir en bici, este año sí que podía convertirme en una de las 15.000 personas que la utilizan para ir a la oficina.

Motivado por esta perspectiva, me fijé un propósito que para los defensores acérrimos de la movilidad en bicicleta no es más que sentido común, pero que para el resto de los mortales supone algo de organización y fuerza de voluntad: moverme exclusivamente en bici, en Nueva York, durante una semana.

Herramientas

Obviamente, mi bicicleta, la Schwinn Willy de impecable segunda mano que me ha acompañado desde el verano pasado. Algo más quejicosa ahora que duerme en la terraza, pero robusta y fiable como siempre.

- Ordenador de a bordo. Recientemente ingresado en esa nueva clase social zombie que conforman los dueños de teléfonos inteligentes, aproveché para descargarme un programa gratuito, Map my ride, que convierte aquello de los cuentakilómetros con sensor en el radio en una tecnología del Paleozoico. Tampoco es que dé mucha más información que aquellas máquinas, pero lo hace mendiante la conexión GPS del móvil, te saca automáticamente el itinerario en Google Maps y te graba toda la información en su web.

- Tras la sobrecarga de la mochila en la primera compra, una caja de fruta. Sé que es lo más triste que uno le puede poner a una bici, pero también es de lo más auténtico: de los hortelanos de Canet d'en Berenguer a los hispters de Brooklyn, pasando por infinidad de chinos, la caja de fruta (de pavo, en mi caso) expresa una misma idea en cualquier país: cutrez y funcionalidad, lenguaje bicicletero universal.

Condiciones

En un principio, no recurrir al metro salvo causa de fuerza mayor, por más lejos que fuera.

Itinerario básico: el trabajo

El básico y el que resultaría más odiado. No por tener que madrugar. Ni por tener que ir con ropa de deporte y cambiarme en la oficina para no sentarme a la silla con un pantalón sudado. Simplemente, por el puente de Queensborough. Nueva York es una ciudad de poca elevación. De seguir viviendo en Manhattan, las cuestas que tendría para llegar al trabajo serían más que suaves. Sin embargo, el puente de Queens, con  su pendiente asimétrica (moderada pero larga hacia Manhattan, corta y pronunciada hacia Queens) acabaría suponiendo el principal punto negativo de esta semana en bicicleta. El trayecto de la puerta de mi casa a la del trabajo son poco más de seis kilómetros, distancia más que asequible, pero el puente se convirtió, más que en una dificultad física, en un factor psicológico. Lo sé, hay gente que sube cuestas más pronunciadas todos los días. Pero cuando se torna en rutina, y cuando empiezas y terminas tu jornada laboral con ella, al final se hace más pesada de lo que en verdad es.

Aparte de eso, y si bien todo el camino transcurre por carril bici, el trayecto tiene tres fases muy diferentes: de mi casa hasta el puente apenas hay ajetreo y se circula con mucha tranquilidad al tener un carril separado del resto del tráfico. El puente, aparte de la cuesta, se caracteriza por su mezcla de otros bicicleteros de camino al trabajo, atletas y obreros (me tocó el momento en que estaban cambiado el firme). Por último, el tramo en Manhattan, 14 manzanas hacia el sur por la Segunda avenida, en el que hay que andar con mil ojos, puesto que el carril bici es compartido con los coches y, al ser el del exterior, suele estar ocupado por taxis, camiones y autobuses parados en doble fila.

El tiempo total, tanto a la ida como a la vuelta, varía entre los menos de 20 minutos de mis mejores tiempos a los 25 cuando he tenido que poner pie a tierra por las obras del puente. Eso significa que tardo exactamente lo mismo que yendo en metro y, curiosamente, hay días que llego igual de sudado yendo arrastrado que pedaleando.

En bici al cine... para ver una de bicis

Coincidiendo con el comienzo de mi período bicicletero se estrenó la película Premium Rush, que cuenta la historia de un joven miembro de la casta en sí misma de la sociedad urbana neoyorquina que son los bicimensajeros. Aquí se les reconoce como algo locos y temerarios, pero también por ser gente auténtica con verdadera vocación y pasión por las dos ruedas, y hasta son generadores de tendencias (Levi's tiene toda una gama de ropa inspirada en su estilo y complementos).

La película le gustará a quien le vaya el rollo bicicletero urbano y algo friki. Para los no iniciados, nada más comenzar resume de manera sucinta y pedagógica lo que son y representan las bicis de piñón fijo (fixie) que, en su extremo más purista, no llevan frenos, y que han dado pie a toda una escuela de pensamiento ciclista (muy friki, de nuevo).

Ese día me había propuesto volver a casa en ferry, lo que, técnicamente, no rompía la regla de no tomar el metro. Después de hora y media de carreras, persecuciones, derrapes y otras burradas a dos ruedas, al terminar la película miré el rejoj y vi que me quedaban cuatro minutos para el ferry de las 19:49. Si emulaba al protagonista era posible que llegara. Y qué mejor momento que recién vista la película para  intentarlo... Podía imaginarme, como hace Gordon-Levitt en la pantalla, visualizando mentalmente el recorrido más corto y los posibles peligros que me acechaban en cada cruce para llegar sano y salvo al muelle.

 

No obstante, la sensatez se impuso (tres accidentes en bici en la familia ya han sido suficientes) y el azar recompensó la tranquilidad que me tomé para ir a coger el siguiente barco haciendo que el de y 49 llegara tarde y pudiera todavía abordarlo :-).


La etapa reina

El punto culminante de mi semana de la bicimovilidad llegaría un caluroso sábado en que mi cuerpo pedía playa a más no poder. En julio ya habíamos ido a la playa de Fort Tilden en bici, pero tras haber ido en metro hasta Brighton Beach, es decir, pedaleamos unos 12 kilómetros. En esta ocasión se trataba de hacer el trayecto entero, desde Long Island City hasta Fort Tilden. A decir verdad, había mirado el itinerario en Google Maps pero no había prestado mucha atención a la distancia que daba ni dado mucho crédito al tiempo estimado. Craso error de deportista confiado.



Armado de mi plano de carriles bici de Nueva York (una maravilla que reparte gratuitamente el ayuntamiento en todas las tiendas de bicis) y mi teléfono inteligente, puse rumbo al sur. El contar con esos recursos no impidió que diera varias vueltas hasta encontrar una larga avenida que me llevó hasta Brighton Beach y, de ahí, por la ruta ya recorrida en julio, hasta la playa.

El trayecto dio para mucho, en especial para seguir descubriendo Brooklyn: el Greenpoint polaco, la nueva piscina de Williamsburg, una de las mejores panaderías italianas (Napoli). Los barrios se sucedían, y con ellos los orígenes de su población mayoritaría: judíos ortodoxos, latinos, africanos, judíos rusos... También fueron apareciendo hallazgos raros, como un inesperado centro comercial art decó salido de la nada en Flatbush; un castillo de ladrillo, con sus dos torreones, que resultó ser un antiguo arsenal reconvertido en albergue de indigentes; o el campus del Brooklyn College que, perdónenme por lo que voy a decir, me agradó más a la vista que Columbia.

En total, la ruta ida y vuelta se saldó en 62 kilómetros, tres horas y media sobre el sillín y dos brazos quemados. Pero el baño en el revuelto Atlántico me sentó mejor que ningún otro en mucho tiempo.

Balance final

Gracias al programa que me descargué puedo saber que del 21 de agosto al 1 de septiembre hice unos 180 kilómetros en bici. Una minucia para los que la practican como deporte, pero una cifra no desdeñable si se tiene en cuenta que, normalmente, esa distancia la habría recorrido en metro o autobús y que la hice en un ambiente urbano. Respecto a mi regla de usar única y exclusivamente la bici, al final cedí en dos ocasiones: una, por la lluvia. La segunda, por andar un poco tocado a causa de la pretemporada de baloncesto y tener que hacer parte de una segunda visita a la playa en metro.

Como conclusión, y a pesar del puente, he de decir que sigo siendo partidario de un uso de la bicicleta tan frecuente como sea posible. Las incomodidades relacionadas con ir a trabajar (el sudar, básicamente) también surgen tras un viaje en un vagón de metro abarrotado en hora punta. Y el tiempo que se tarda es el mismo. La única duda que me queda es si de verdad es más sano: una vez me dijeron que desplazarse en bici a la oficina es lo peor que se le puede hacer a los pulmones, porque son los momentos de mayor tráfico y, por consiguiente, de peor calidad del aire. ¿Habrá algún estudio al respecto?

En todo caso, creo que seguiré yendo en bici a trabajar cuando el tiempo lo permita y, con perdón de los defensores a ultranza de la bicicleta, las ganas me acompañen: por desgracia, subir ese puente cada día se me hace especialmente cuesta arriba.


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