El verano no sería verano sin el cine... de verano. Sea en la plaza mayor, en patios de vecinos o en casa de un amigo con todas las ventanas abiertas, ver una película sentado en una silla de tijera con un granizado en la mano y disfrutando de la brisa que, con un poco de suerte, refresque la calurosa noche, es uno de los mayores placeres estivales inventados en los últimos cien años.
Nueva York, por suerte, no es ajena al fenómeno. Bien es cierto que nuestro primer intento de cine de verano neoyorquino se saldó con un rotundo fracaso cinematográfico, aunque la agradable velada social lo compensó: estuvimos tres horas de cena campestre en el céntrico césped de Bryant Park, esperando a que empezara "Los 39 escalones", y cuando comenzó el sonido era tan malo que nos tuvimos que marchar.
Sin embargo, desde entonces hemos tenido mejores experiencias, como la de desempolvar recuerdos infantiles y disfrutar de la casualidad de ver en Nueva York "Fievel y el Nuevo Mundo" con el mismo hermano con que una vez la vi siendo un crío. La proyectaban en un parque cercano al puente de Brooklyn, del otro lado de Manhattan, la pantalla instalada con el río y el distrito financiero de fondo. La única pega: la incomodidad de ver la película tumbado en el césped, sin saber qué postura era la más tortuosa de todas. Menos mal que el final de la velada fue espectacular: un inesperado espectáculo de fuegos artificiales lanzados desde una barcaza en el río, a escasos 200 metros de nosotros, cuyo motivo era totalmente desconocido.
En una ciudad como esta es natural que haya opciones variopintas dentro de cada tipo de entretenimiento, y el cine de verano no iba a ser menos. Desde que comenzó el verano tenía ganas de asistir a alguna de las proyecciones de Rooftop Films, una asociación que lleva años organizando ciclos de cine alternativo al aire libre. Tras algunos intentos pasados por agua, encontré un programa interesante, con la proyección de una selección de cortos basados o inspirados en videojuegos. Habiendo sido un jugador (moderado, me atrevería a decir, en contra de la probable opinión de mis padres), y habiendo trabajado un tiempo en ese sector, era mi oportunidad de cine al fresco.
Esa noche lo organizaban en la azotea de una antigua fábrica de latas de conservas de Brooklyn, reconvertida hoy en sede de estudios de profesiones varias y apartamentos. Lo cierto es que la infraestructura hacía palidecer las del típico cine estival en la plaza de toros del pueblo. En el patio interior del edificio habían instalado cuatro pantallas en las que se podían probar videojuegos creados por desarrolladores independientes, y una marca de ron que patrocina el festival había instalado una de esas caravanas de curvas plateadas tan vistas en las otras grandes pantallas. Subiendo a lo más alto del edificio, la espaciosa azotea estaba provista de sillas bastante cómodas para lo habitual en estos casos, y se disfrutaba de una tranquilidad y una brisa envidiables para los moradores de Manhattan.
Para subrayar el carácter alternativo del evento, antes de los cortos hubo un breve concierto de una pareja de "modernos", Tiny Victories, que armados de teclado, sintetizador y batería, resultaron ser mucho mejores de lo que habría esperado. Por fin, ya de noche cerrada, comenzó el espectáculo de fusión de videojuegos y cine, con unos diez cortos de lo más variados: desde documentales sobre el uso de videojuegos como material educativo hasta denuncias contra el militarismo, pasando por una recopilación de muertes de los clásicos con emotiva banda sonora en versión MIDI o una épica batalla entre el héroe acabado de las dos dimensiones y el magnate de las tres dimensiones. También hubo hueco para un videoclip concebido para los conocedores de Nueva York, con numerosas referencias culturales, urbanas y sociales a la vida en la ciudad, y que hizo las delicias del público. En general, los cortos que más gustaron fueron aquellos que apelaron precisamente a eso, a imágenes conocidas, no ya de Nueva York, sino del pasado de los videojuegos, un sector surgido de unas bases tan precarias como las cintas de cassette y las dos dimensiones para llegar hasta las tres dimensiones y los dispositivos cinéticos. Un campo en ocasiones abiertamente denostado como vicio más que como entretenimiento, pero que últimamente ha sido reconocido legalmente como arte. Y una disciplina que consiguió, por una noche, transformar el cine de verano en frikicine de verano.
Nueva York, por suerte, no es ajena al fenómeno. Bien es cierto que nuestro primer intento de cine de verano neoyorquino se saldó con un rotundo fracaso cinematográfico, aunque la agradable velada social lo compensó: estuvimos tres horas de cena campestre en el céntrico césped de Bryant Park, esperando a que empezara "Los 39 escalones", y cuando comenzó el sonido era tan malo que nos tuvimos que marchar.
Sin embargo, desde entonces hemos tenido mejores experiencias, como la de desempolvar recuerdos infantiles y disfrutar de la casualidad de ver en Nueva York "Fievel y el Nuevo Mundo" con el mismo hermano con que una vez la vi siendo un crío. La proyectaban en un parque cercano al puente de Brooklyn, del otro lado de Manhattan, la pantalla instalada con el río y el distrito financiero de fondo. La única pega: la incomodidad de ver la película tumbado en el césped, sin saber qué postura era la más tortuosa de todas. Menos mal que el final de la velada fue espectacular: un inesperado espectáculo de fuegos artificiales lanzados desde una barcaza en el río, a escasos 200 metros de nosotros, cuyo motivo era totalmente desconocido.
En una ciudad como esta es natural que haya opciones variopintas dentro de cada tipo de entretenimiento, y el cine de verano no iba a ser menos. Desde que comenzó el verano tenía ganas de asistir a alguna de las proyecciones de Rooftop Films, una asociación que lleva años organizando ciclos de cine alternativo al aire libre. Tras algunos intentos pasados por agua, encontré un programa interesante, con la proyección de una selección de cortos basados o inspirados en videojuegos. Habiendo sido un jugador (moderado, me atrevería a decir, en contra de la probable opinión de mis padres), y habiendo trabajado un tiempo en ese sector, era mi oportunidad de cine al fresco.
Esa noche lo organizaban en la azotea de una antigua fábrica de latas de conservas de Brooklyn, reconvertida hoy en sede de estudios de profesiones varias y apartamentos. Lo cierto es que la infraestructura hacía palidecer las del típico cine estival en la plaza de toros del pueblo. En el patio interior del edificio habían instalado cuatro pantallas en las que se podían probar videojuegos creados por desarrolladores independientes, y una marca de ron que patrocina el festival había instalado una de esas caravanas de curvas plateadas tan vistas en las otras grandes pantallas. Subiendo a lo más alto del edificio, la espaciosa azotea estaba provista de sillas bastante cómodas para lo habitual en estos casos, y se disfrutaba de una tranquilidad y una brisa envidiables para los moradores de Manhattan.
Para subrayar el carácter alternativo del evento, antes de los cortos hubo un breve concierto de una pareja de "modernos", Tiny Victories, que armados de teclado, sintetizador y batería, resultaron ser mucho mejores de lo que habría esperado. Por fin, ya de noche cerrada, comenzó el espectáculo de fusión de videojuegos y cine, con unos diez cortos de lo más variados: desde documentales sobre el uso de videojuegos como material educativo hasta denuncias contra el militarismo, pasando por una recopilación de muertes de los clásicos con emotiva banda sonora en versión MIDI o una épica batalla entre el héroe acabado de las dos dimensiones y el magnate de las tres dimensiones. También hubo hueco para un videoclip concebido para los conocedores de Nueva York, con numerosas referencias culturales, urbanas y sociales a la vida en la ciudad, y que hizo las delicias del público. En general, los cortos que más gustaron fueron aquellos que apelaron precisamente a eso, a imágenes conocidas, no ya de Nueva York, sino del pasado de los videojuegos, un sector surgido de unas bases tan precarias como las cintas de cassette y las dos dimensiones para llegar hasta las tres dimensiones y los dispositivos cinéticos. Un campo en ocasiones abiertamente denostado como vicio más que como entretenimiento, pero que últimamente ha sido reconocido legalmente como arte. Y una disciplina que consiguió, por una noche, transformar el cine de verano en frikicine de verano.
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