jueves, 26 de mayo de 2011

De polizón a Ikea

Es curioso. Hace cuatro semanas que estoy aquí y apenas he escrito sobre los principales puntos turísticos de Nueva York. Algo de Central Park y un par de menciones de Times Square. Pero es que, en realidad, aún no hemos hecho mucho más. Es la consecuencia de tener que dedicar las tardes a buscar piso y, una vez encontrado, a buscar muebles.


Por ese mismo motivo resulte quizá todavía más paradójico que, los ratos que hemos tenido, hayamos acabado en Brooklyn. En realidad no lo hemos hecho (¿o quizás sí, inconscientemente?) por escapar de Manhattan, su tráfico, sus rascacielos y sus tiendas de muebles. Pero, de momento, hemos cruzado ya unas cuatro veces el East River, por motivos variados: ir a un rastro (casi desierto por culpa de la lluvia), indagar acerca de una posible oportunidad de trabajo (que no nos convenció), conocer a una intérprete (ella sí, un encanto), ir a Ikea (a pesar de todo, Ikea) y, por fin... simplemente pasear.



A Ikea, en barco
Mi intención al llegar aquí era parecida a la de Ross (doble parecido) en la serie "Friends" y sus muebles de "La Mula Coja": algo con más personalidad que compensara la disminución de espacio (en la vivienda, se entiende) que hemos experimentado al mudarnos a Nueva York. Sin embargo, no todo es tan fácil, y menos en la Gran Manzana, así que, al final, hemos tenido que sucumbir a la tentación de Ikea, de donde nos traerán en breve la cama, la cómoda, la mesa del desayuno y los "muebles de jardín", junto con otros de los típicos complementos a precio ideal. Lo de Ikea es un poco como lo de El Corte Inglés: que vas a lo seguro. Ya sabes cuál es el precio y la calidad, en parte, porque ya lo has tenido en casa; y, si no lo has tenido tú, lo ha tenido tu hermano, o tus padres, o tus tíos, o tus amigos. Con todo, de unos años a esta parte se ha generalizado el típico comentario de "ah, esa mesa es de Ikea, ¿verdad? Yo la tengo igual en blanco". Y lo mismo se da de país a país: antes de montarnos los muebles que nos hemos comprado en Nueva York, ya sabemos que la mesa del desayuno la tiene en España la hermana de equis y la cómoda, la propia equis. Otro ejemplo fácil de globalización, junto al del vino "Manolo".

Al menos, ir hasta el nuevo santuario del mueble moderno aquí ofrece una recompensa. Si bien a mí la "experiencia Ikea" me suele saturar pasados los 45 minutos, en Nueva York se hace un poco menos pesado por el desplazamiento: ¡en barco! Ikea se encuentra en la parte sur de Brooklyn, hasta donde se puede llegar en un trayecto de numerosas paradas en metro o bien optando por el llamado "Water taxi". Pintados de amarillo, igual que sus primos del asfalto, estos taxis acuáticos ofrecen una línea que lleva directamente del distrito financiero de NY hasta la puerta de Ikea. En un trayecto de menos de diez minutos se dejan atrás los rascacielos de Standard & Poor's y otras conocidas compañías, se pasa por delante de la Isla del Gobernador y, no demasiado lejos, se contempla la Estatua de la Libertad. Siendo gratis los fines de semana, no es de extrañar que a mediodía el barco fuera completo, y no exclusivamente con clientes de Ikea.

El puente de Brooklyn
Aprovechando un respiro del mal tiempo que ha imperado en los últimos días, la siguiente visita a Brooklyn después de Ikea nos llevó a la otra orilla del East River. Decidimos ir en metro hasta la parte más cercana a Manhattan y desde allí bajar hasta el muelle para luego atravesar el puente de Brooklyn, uno de los tres grandes puentes de la ciudad y el probablemente más representativo.

La primera parada la hicimos en el muelle situado al sur del puente, ya en Brooklyn. Allí había dos sitios recomendados. El primero, una pizzería considerada como de las mejores de NY; a tenor de la creciente cola que había desde las seis de la tarde, así debe de ser... El segundo, una heladería (Brooklyn Ice Cream Factory) instalada donde la antigua base de un bote contra incendios. El helado, que hacen allí mismo, está a la altura de la recomendación, especialmente el de frutos secos, por no hablar del hecho de tomárselo en un embarcadero con vistas al puente de Brooklyn a un lado y, de frente, el distrito financiero más famoso del mundo.

Después del helado, vuelta hacia el puente, donde nos incorporamos dispuestos a cruzarlo en compañía de la primera de las visitas con las que hemos coincidido aquí en NY. Lo que no sabíamos era que había que tener cuidado, y no precisamente con caerse por la barandilla, sino con los ciclistas que pasan por su lado del puente. El pasillo central, entre los dos carriles de coches, y unos metros por encima de ellos, está destinado en una mitad a los peatones y en otra a las bicis, con una línea que delimita cada zona. Y ay de quien ose invadir la zona de las dos ruedas: quienes no tienen timbre, van silbato en boca para avisar a los despistados (en su mayoría, turistas; los locales se mantienen "a raya", nunca mejor dicho...) y no llevarse a ninguno por delante.

En general el paseo merece mucho la pena, pues se disfruta de una vista bastante despejada del tercio sur de la isla de Manhattan: al fondo, a mano derecha, el Empire State y el Chrysler, y a mano izquierda, la Estatua de la Libertad. En primer plano, las torres de Wall Street. Y, claro está, el puente mismo merece la pena, una obra de ingeniería de primera magnitud en la segunda mitad del siglo XIX. Curiosamente, cruzándolo aprendí que los trabajadores que lo construyeron corrían el mismo riesgo que los buzos: el síndrome de descompresión (de hecho, el ingeniero se quedó tan tocado que no pudo terminar él solo la obra). A pesar de ello, hicieron un buen trabajo, pues aquí sigue este nexo de acero y piedra marrón. De hecho parece resistir mejor el paso del tiempo que otro tipo de estructuras, las financieras, que levantan los miles de trabajadores que cruzan hacia Wall Street cada día...

1 comentario:

  1. EEEEEEEEEEHHHHHHHHHHH!!!!!!!!!! me he sentido un pelín identificada con esa tal.... Equis.... hahahahahaha......

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