martes, 3 de mayo de 2011

Las doce pruebas de Manhattan



De vuelta tras dos días largos y de lo más ajetreados. Combinar el comienzo en un nuevo trabajo con un alto nivel de papeleo junto con la búsqueda de piso en una ciudad del tamaño de la presente son, creo, justificaciones más que suficientes para haber faltado a mi cita escrita (a lo que también ha contribuido la completa superación del desajuste horario).

Ayer fue el primer día de trabajo. Y se confirmó algo que me habían adelantado el día de antes y que yo, sin darme cuenta del todo, ya había narrado aquí: de trabajar EN la ONU, nada de nada. Es decir, físicamente. En la primera entrada del blog adjunté una foto de la torre de la sede central de la organización completamente destartalada (por obras); iluso de mí, pensé que los demás pisos podrían seguir en funcionamiento, el mío incluido. Pero de eso nada. A los traductores de todos los idiomas los han metido en un edificio de ladrillo marrón y perfil escalonado, no demasiado alto, en una calle perpendicular a la ahora maltrecha sede principal. Estamos a apenas unos pasos de la mítica sede, pero se la ve desde lejos con una cierta desilusión. Si se me permite el símil baloncestístico, y aprovechando lo que me perderé esta semana, es como si al Real Madrid de baloncesto, que después de 18 años ha llegado a la final de la Euroliga, le dijeran que el gran partido se va a jugar en la pista verde de El Sargal (o, para los que no la conozcan, en el pabellón del Lucentum de Alicante). Ser no es lo mismo, ya que cuando se llega hasta ahí uno quiere que le pongan el Sant Jordi, la Mano de Elías, el Pabellón de la Paz y la Amistad... Pero claro, tampoco se va uno a enrabietar y decir “ahora no juego”. En mi caso, es un tanto decepcionante, puesto que cuando uno piensa en trabajar para la ONU se espera trabajar en el meollo de la cuestión: el “cuartel general”, las delegaciones, etc. Además, dicen que esto bien podría ser definitivo, o sea, que una vez terminadas las obras no vuelvan los traductores a la sede; ¿razón de más para hacerse intérprete?

Siguiendo con la descripción física, el despacho que se me ha asignado se podría clasificar como un nivel intermedio entre el primero que tuve en Filipinas y el segundo. Al llegar a Manila mi primera ubicación fue una mesa -del ancho del ordenador- y una silla frente a una pared, nada más atravesar la puerta de acceso a la Embajada, en el distribuidor, de manera que los más asiduos se llevaban siempre un pequeño susto cuando me veían por primera vez allí instalado. Eso sí, con la reubicación a los nuevos locales tuve mucha más suerte (que le pregunten al señor Laporta, que escogió cruz) y me tocó escritorio con ventanal gigante y vistas a la bahía de Manila (con atardeceres con ponían blandos a los más gallitos de la plantilla).

Esta vez, como digo, me hallo en situación intermedia: un despacho cerrado de dos por cuatro, sin ventana, en un pasillo interior. Al igual que sucede en toda oficina, los veteranos ocupan los mejores espacios (dicen que los más curtidos no tienen una, ¡sino hasta dos ventanas!). Y hablando de veteranía, mis vecinos de pasillo ostentan el más alto grado. Pero no tienen ventana. ¿Qué cómo puede ser? Pues merced a la bondad del sistema de Naciones Unidas, que una vez jubilados, sigue invitando a sus antiguos colaboradores a trabajar como “temporeros” por un periodo determinado de tiempo al año. Digamos que en mi pasillo descalabro por completo la media de edad. Aunque eso tampoco es difícil, ya que aún tengo que comprobar si hay alguien más joven que yo (difícil de calcular ahora teniendo sólo el aspecto y año de entrada en la ONU). Obviamente, ser el posible benjamín entraña sus desventajas; en primer lugar, porque estoy bastante más abajo en el escalafón. Y, cuando el escalafón se combina con la apariencia, asalta la duda en las sienes plateadas de algunos: los hay quienes la guardan, pero otros la confiesan: “Pero… ¿tendrás experiencia?”. Me han llegado a decir. Como es natural, y gracias a la educación que me dieron mis padres, respondo cortésmente sin que se me erice la corbata, aunque por dentro esté pensando cuál de todas las “experiencias” que he acumulado en estos últimos diez años podrá satisfacer más convincentemente la pávida pregunta que me dirigen.

Pasando ya de lleno al “lado humano de la carrera”, que dirían en los círculos atléticos, el servicio de español está compuesto de unas 50 personas. Me cuentan que ha habido un desplazamiento en dos sentidos. Por un lado temporal, puesto que se han jubilado un gran número de veteranos y eso ha bajado la media de edad. Y por otro geográfico, ya que la creación de facultades de traducción en España está dando ahora sus frutos y en las últimas pruebas de acceso la mayoría de aprobados han sido españoles (más de 20 de unos 25, dicen), con lo que se ha ido contrarrestando la anterior predominancia numérica de los hispanoamericanos y el reparto está ahora más equilibrado. Aun así, todavía se dan ciertas “anomalías geográficas”, como el relativo alto número de traductores uruguayos en relación con su población. Pero si esto es así, qué decir del hecho de que de un total de 50 personas haya… ¡¡dos conquenses!! ¿Quién iba a pensar que el 4% de la plantilla de traductores de NNUU en Nueva York provendría de Cuenca? ¡Eso sí que es sobrerrepresentación, y no lo de Uruguay! Bromas aparte, ha sorprendido que haya llegado un “refuerzo” del conquense que llegó hace año y medio aquí, ya que en líneas generales está bastante repartido: madrileños, como siempre, unos cuantos; pero también (que recuerde o sepa) varios asturianos o hijos de (grupo en el que también me incluyo, faltaría más), un gallego, un canario, un par de catalanes…

En cuanto al trabajo, poco que contar, en vista de que el primer día más que trabajo decidieron que hiciéramos una prueba de obstáculos por Manhattan; como la sede principal está cerrada, todo está repartido por varios edificios, algunos más cercanos, otros no tanto. Digo “hiciéramos” porque ayer se incorporaban otras dos chicas que, casualmente, estaban sentadas a mi lado cuando hicimos las pruebas. En todo caso, nos pasamos el día cual Astérix en sus doce pruebas yendo de ventanilla en ventanilla, obteniendo indicaciones confusas y rellenando formularios que luego misteriosamente desaparecían. La pena es que en lugar de los jabalíes que correspondía a Obélix devorar como prueba, la mía fuera comer una de las peores hamburguesas que he probado nunca, sabor a pegamento incluido (no, si después de venir a EEUU, echaré de menos el Home Burguer Bar de Madrid…). Al final, conseguimos firmar el contrato, presentar papeles varios, abrir una cuenta, reclamar los gastos de viaje, las dietas y la ayuda de mudanza, sacarnos la credencial de la ONU y, a las 16:30, cuando ya nadie nos esperaba en la oficina, llegar por primera vez a nuestro lugar de trabajo. Al menos allí se acabó el papeleo, aunque sólo sea por unos días, pues pronto empezaremos con cursillos varios de aprendizaje de los usos y costumbres de la casa…
En resumen: bastante ajetreo, tanto físico como mental, ya que hay bastantes trámites que hacer y, de momento, unas cuantas gestiones pendientes que tener en mente. Y, por supuesto, la cuestión de buscar piso. De momento en el trabajo son bastante flexibles y hoy he podido salir a ver cuatro, aunque es complicado encontrar algo que se ajuste totalmente a lo deseado. Eso sí -y aunque ya tendré tiempo para cansarme de ello-, me pregunto: entre papeleo, pisos, cursos introductorios y demás… ¿cuándo empezaré a traducir?

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