La entrada de hoy viene inspirada por el legado de mis genes paternos, de la rama Muñiz, más concretamente: la comida. La afición familiar por comer lleva a que en muchas ocasiones los detalles más solicitados de algún acontecimiento sean los gastronómicos, y Nueva York ofrece en este sentido un filón.
La comida norteamericana está marcada por ciertos estereotipos que, como en la mayoría de los casos, algunas veces son merecidos y otras exagerados. Mis anteriores experiencias aquí, por ejemplo, no fueron para nada como me esperaba. Las primeras fueron en Canadá, donde tuve la suerte de que mi anfitrión, Bob, fuera cocinero profesional. Pero, más allá de esa afortunada –y envidiada– coincidencia, las dos veces que he estado en Michigan teníamos cocineras que hacían menú local para el desayuno, el mediodía y la cena. Y he de confesar que me sorprendió la cantidad de verduras que, de un modo u otro, acompañan las comidas a modo de guarnición. Eso sí, hay ciertos mitos que pude confirmar, como la escasez de pescado y el acompañamiento usual de los platos con toda clase de salsas. De hecho, esa afición por añadir acompañamientos ha ensombrecido en alguna ocasión la tortilla de patatas con la que hemos pretendido ofrecer una muestra de cocina española, pues para un norteamericano no es más que un pastel de patata al que le falta, cuando menos, mayonesa.
Esta vez, y desde que llegamos aquí, parece que también estamos cumpliendo con varios de los tópicos. La comida en Estados Unidos no es más que el reflejo de su sociedad: compensa su relativamente corta tradición con una variedad tan amplia como abierta a cambios y combinaciones. Y en un momento en que uno se está asentando y recorriendo la ciudad por primera vez, las comidas, sobre todo a mediodía, se solucionan con una mezcla de recomendaciones y soluciones que encontramos a mano. Así, en la semana que hace que llevamos aquí, hemos pasado ya por algunos de los elementos más representativos de la comida que se puede encontrar por aquí:
- Jueves: Como no podía ser de otra manera, la cena nada más aterrizar en Estados Unidos tenía que ser (siguiendo con los tópicos) una hamburguesa. Nada extravagante, aunque podríamos haber pedido la especial de carne de búfalo de Canadá.
- Viernes: Pizzería recomendada; masa fina, bastante fiel, según parece, a la italiana. La mía, con una especie de sobrasada.
- Sábado: Tailandés. Bastante decepcionante. De hecho, el “pad thai” de Krachai, en Madrid, deja por los suelos al que nos pusieron. Pero claro, a 8 dólares el menú (y no, no era un chiringuito de la calle: comimos con servilletas de tela), te lo puedes esperar.
- Domingo: Otra experiencia bastante norteamericana
–aunque servida en un restaurante francés–: el “brunch”, ese plato que se supone que se sirve como desayuno tardío o comida temprana. “Huevos a la benedictina” y unos sabrosos mejillones a la marinera con patatas fritas.
- Lunes: Hamburguesa de nuevo, pero esta vez, como ya comenté, con sabor a pegamento. Es la diferencia entre las de restaurante normal, como el primer día, y las de las cadenas de comida rápida.
- Martes: Cena en un australiano, aunque era algo que teníamos pendiente desde Filipinas, ya que se trata de una cadena (Outback) que servía las mejores hamburguesas (sí, Ana, por tercera vez; yo me tomé un buen filete) de Manila. Apuesta segura.
- Miércoles: La pizza más cargada que nunca haya visto. Y la antítesis de la del primer día, pues dudo que vaya a encontrar nunca ninguna así en Italia. Mi porción llevaba: tomate, queso, beicon, pepperoni, pollo empanado, cebolla, pimiento verde, brócoli y champiñón. Todo ello apiñado hasta formar un grosor de unos dos dedos. No me extraña que después de eso pasara la peor noche desde que estoy aquí, con unos sueños extrañísimos y desvelado a las 3:30. Una y no más.
A pesar de que por la enumeración parezca que estamos comiendo mal, tampoco es así: por las noches solemos cenar en casa, ensaladas, tortillas y fruta. De hecho, la temporada de mangos acaba de comenzar en México y cerca de casa tenemos un puesto de frutas que los vende riquísimos, así que seguimos haciendo las macedonias de fresa y mango a la que nos hemos aficionado este año. Y, en general, no sentimos que estemos atiborrándonos de comida basura ni cogiendo peso, porque todo lo que comemos lo quemamos caminando de acá para allá, buscando piso. Así que, en muchas de las ocasiones, el abuso de hamburguesa (sobre todo cuando son buenas) está justificado…
La comida norteamericana está marcada por ciertos estereotipos que, como en la mayoría de los casos, algunas veces son merecidos y otras exagerados. Mis anteriores experiencias aquí, por ejemplo, no fueron para nada como me esperaba. Las primeras fueron en Canadá, donde tuve la suerte de que mi anfitrión, Bob, fuera cocinero profesional. Pero, más allá de esa afortunada –y envidiada– coincidencia, las dos veces que he estado en Michigan teníamos cocineras que hacían menú local para el desayuno, el mediodía y la cena. Y he de confesar que me sorprendió la cantidad de verduras que, de un modo u otro, acompañan las comidas a modo de guarnición. Eso sí, hay ciertos mitos que pude confirmar, como la escasez de pescado y el acompañamiento usual de los platos con toda clase de salsas. De hecho, esa afición por añadir acompañamientos ha ensombrecido en alguna ocasión la tortilla de patatas con la que hemos pretendido ofrecer una muestra de cocina española, pues para un norteamericano no es más que un pastel de patata al que le falta, cuando menos, mayonesa.
Esta vez, y desde que llegamos aquí, parece que también estamos cumpliendo con varios de los tópicos. La comida en Estados Unidos no es más que el reflejo de su sociedad: compensa su relativamente corta tradición con una variedad tan amplia como abierta a cambios y combinaciones. Y en un momento en que uno se está asentando y recorriendo la ciudad por primera vez, las comidas, sobre todo a mediodía, se solucionan con una mezcla de recomendaciones y soluciones que encontramos a mano. Así, en la semana que hace que llevamos aquí, hemos pasado ya por algunos de los elementos más representativos de la comida que se puede encontrar por aquí:
- Jueves: Como no podía ser de otra manera, la cena nada más aterrizar en Estados Unidos tenía que ser (siguiendo con los tópicos) una hamburguesa. Nada extravagante, aunque podríamos haber pedido la especial de carne de búfalo de Canadá.
- Viernes: Pizzería recomendada; masa fina, bastante fiel, según parece, a la italiana. La mía, con una especie de sobrasada.
- Sábado: Tailandés. Bastante decepcionante. De hecho, el “pad thai” de Krachai, en Madrid, deja por los suelos al que nos pusieron. Pero claro, a 8 dólares el menú (y no, no era un chiringuito de la calle: comimos con servilletas de tela), te lo puedes esperar.
- Domingo: Otra experiencia bastante norteamericana
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- Lunes: Hamburguesa de nuevo, pero esta vez, como ya comenté, con sabor a pegamento. Es la diferencia entre las de restaurante normal, como el primer día, y las de las cadenas de comida rápida.
- Martes: Cena en un australiano, aunque era algo que teníamos pendiente desde Filipinas, ya que se trata de una cadena (Outback) que servía las mejores hamburguesas (sí, Ana, por tercera vez; yo me tomé un buen filete) de Manila. Apuesta segura.
- Miércoles: La pizza más cargada que nunca haya visto. Y la antítesis de la del primer día, pues dudo que vaya a encontrar nunca ninguna así en Italia. Mi porción llevaba: tomate, queso, beicon, pepperoni, pollo empanado, cebolla, pimiento verde, brócoli y champiñón. Todo ello apiñado hasta formar un grosor de unos dos dedos. No me extraña que después de eso pasara la peor noche desde que estoy aquí, con unos sueños extrañísimos y desvelado a las 3:30. Una y no más.
A pesar de que por la enumeración parezca que estamos comiendo mal, tampoco es así: por las noches solemos cenar en casa, ensaladas, tortillas y fruta. De hecho, la temporada de mangos acaba de comenzar en México y cerca de casa tenemos un puesto de frutas que los vende riquísimos, así que seguimos haciendo las macedonias de fresa y mango a la que nos hemos aficionado este año. Y, en general, no sentimos que estemos atiborrándonos de comida basura ni cogiendo peso, porque todo lo que comemos lo quemamos caminando de acá para allá, buscando piso. Así que, en muchas de las ocasiones, el abuso de hamburguesa (sobre todo cuando son buenas) está justificado…
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