martes, 8 de noviembre de 2011

De gira por Woodstock

Aprovechando la Fiesta del Cordero, uno de los puentes multiculturales de los que disfruto (peculiaridades de trabajar en un entorno internacional) y la accidentada llegada del otoño, decidimos hacer una escapada a algún lugar tranquilo cerca de Nueva York. Destino escogido: las montañas Catskill, al norte de Nueva York. Tras varias posibilidades, finalmente optamos por ir en autobús hasta Kingston (dos horas) y alquilar allí un coche (Chevrolet HHR). El viaje comenzaba bien, con una impresionante vista de Manhattan desde el otro lado del Hudson, nada más salir el autobús del túnel hacia Nueva Jersey.

Woodstock: festival, ¿qué festival?

Nuestra primera parada nada más recoger el coche fue Woodstock. En realidad, la primera parada literal fue el brusco frenazo que Ana dio en el habitual traspiés de pies y pedales de los acostumbrados al embrague. He de decir que yo me las prometía muy feliz, después de mi entrenamiento de un mes con coche automático en Canadá, y aun así el domingo pegué otro todavía más grande. Al menos no tuvimos problemas en esquivar los ciervos que, por dos veces, se nos cruzaron delante del coche.


Volviendo a Woodstock, la noche anterior habíamos visto una película, "Taking Woodstock", por la que ya sabíamos que, en realidad, el festival nunca se celebró en el pueblo del mismo nombre, sino a 90 kilómetros de allí. Sin embargo, eso no impide que el pueblo tuviera un espíritu bohemio desde mucho antes del festival, y que pervive en sus cafés, sus tiendas y, sí, sus hippies (turistas y residentes, salidos del 68 y de nuevo cuño).

El pueblo no tiene mucho que ver, sino que es más el encanto general que dan las casas de madera y el espíritu relajado al lugar. Entre las atracciones que visitamos, la colonia de artistas más antigua de Estados Unidos, todavía en funcionamiento, o el rastrillo del sábado (cómo no). También, no muy lejos de Woodstock, disfrutamos del paisaje otoñal, con las hojas que aún aguantaban doradas el frío, en la orilla del lago Cooper, donde una ciudadana que por allí peregrinaba nos hizo una foto entre una pose de meditación y otra.



Mención aparte merece la excursión que hicimos a la Overlook Mountain, una cima muy cercana a Woodstock. Las instrucciones para llegar a ella eran dignas del lugar: tomar la "Rock City Road", dejar a mano izquierda el monasterio cristiano ortodoxo, y subir hasta la residencia de retiro budista, enfrente de la cual se encuentra el aparcamiento y el punto de partida.Antes de salir nuestra atención se repartía pues entre las banderitas de colores con letanías orientales y los carteles informativos sobre la excursión, en especial el de "Cuestiones básicas sobre osos". Por cierto que las recomendaciones al respecto parecen todo lo contrario a lo que dictaría el sentido común: además de la típica de no echar a correr, recomiendan silbar o gritar al bicho para que se entere bien de que estás cerca y se marche (!).

La excursión, de 4 km de subida continua, nos llevó hasta las tétricas ruinas de un hotel cercano a la cima, digno de una mezcla de "El Resplandor" y "El proyecto de la bruja de Blair". Poco después llegamos a la cumbre y su torre de incendios, desde donde, en días soleados como el que nos tocó, se pueden ver cinco estados (aunque no es tan romántico como ver Ibiza desde el peñón de Ifach...).

Big Indian, Big Irene

El alojamiento en la zona de las Catskill lo buscamos al oeste de las montañas, en la zona de Big Indian. El personal del hotel ya nos había avisado de que el huracán Irene de agosto había causado algunos destrozos y de que no podríamos llegar con el coche hasta el hotel mismo, ya que a ellos les había destruido el puente sobre el arroyo que rodea su finca. Según salimos de la carretera principal y remontamos el valle, los restos de árboles caídos comenzaban a asomar en los arcenes. Poco antes de llegar vimos una casa a la que, sin duda, le debió de caer uno encima. La bandera todavía ondeaba en el porche, pero un rudimentario cartel la ofrecía a "precio flexible".

Kingston, o el hondo calado histórico de NY



Los yanquis (en este caso, en el sentido propio del término) tienen una capacidad fascinante para explotar al máximo cualquier resquicio de historia para hacer de ello un "sitio histórico" o calificarlo de "patrimonio". El pueblo de Kingston, cerca del río Hudson, resultó estar plagado de ellos. No en vano, uno de los atractivos que ofrece es "el único cruce de cuatro calles con una casa de piedra del siglo XVIII en cada esquina". En verdad que se agarran a un clavo ardiendo...

Historia aparte, la parte alta de Kingston nos llamó la atención por algunas de sus calles, que parecían fundir el lejano oeste con la arquitectura colonial de Nueva Inglaterra. La baja, por su paseo marítimo y sus puentes. Y su gente, por su carácter más amable y abierto que en Manhattan, al tiempo que impredecible, hasta el punto de la telefonista que se me puso a cantar cuando le dije que queríamos un taxi para ir "by the river". O de la chica de la empresa de alquiler que nos llevó a la estación de autobuses, genuinamente sorprendida de que fuéramos españoles, por no hablar de su pregunta acerca de si en España teníamos pizza o comida china (léase: comida "de EEUU").

¿Alguien ha dicho huevos?

Hablando de comida, y a petición popular, aquí queda un resumen de algunos de los manjares probados en tres días (omitiré los huevos, omnipresentes en sus varias formas en todos los menús).

- Desayunos: Pantagruélicos. Salchicas, bacon, patatas, bollos, macedonia... Y huevos, por supuesto.
- Oriole 9: Incluidos los de este fin de semana, el mejor desayuno que haya probado por aquí, con el bacon más sabroso del estado de NY.
- Pan: Deja por los suelos a los que sirven en Manhattan. Y con la suerte de que nos dieran aceite, una delicia.
- Vistas: En Bear Cafe, tomando un buen filete sobre una tostada de ajo con un arroyo a nuestro lado y las ardillas correteando al otro.
- Peekamoose: Magnífico. Ambiente mezcla de refugio de esquí y restaurante moderno. La crema de calabaza e hinojo y el risotto de arroz negro con pulpo, soberbios.

Vuelta a la gran ciudad

Tres días, en un ambiente como el de las Catskill, son más que suficientes para desconectar. El aire limpio y, sobre todo, el silencio y la tranquilidad tardan poco tiempo en borrar los males de la ciudad. La vida es completamente distinta, empezando por el paisaje, siguiendo por la necesidad evidente de coche que conlleva y terminando por la gente. De vuelta en Manhattan, desembarcamos, tras el atasco vespertino, a las siete de la tarde en plena estación de autobuses de Port Authority. Nada más salir a la calle remontamos el raudal de gente que entra sin parar en la estación y nos reciben los enormes carteles luminosos de los teatros. Viniendo de las montañas, creo que no se puede pedir un contraste mayor como bienvenida de vuelta a la gran ciudad.

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