viernes, 19 de agosto de 2011

Libertad a babor

En la línea de destinos insulares en los que hemos vivido, la vida en Manhattan nos está ofreciendo la posibilidad de disfrutar del mar o, cuando menos, de los ríos. Una de las actividades que se pueden realizar en esta ciudad es la de aprovechar la amplia oferta de paseos en barco por los dos cauces que rodean la isla.

En una tarde que presagiaba tormenta (para añadir algo de emoción), decidimos hacer una ruta nocturna de un par de horas frente a la costa sudeste de Manhattan. Embarcamos a las siete de la tarde en el muelle sur, una zona llena de tiendas, restaurantes, terrazas y, por consiguiente, turistas. De allí salía nuestro velero, una bonita y sencilla embarcación cuyo velamen ayudamos a desplegar tras salir del puerto mientras, para agradable sorpresa nuestra, nos ponían un disco entero de Manu Chao como banda sonora marinera.

La excursión, anunciada como "crucero al atardecer", se veía amenazada por nubes en el horizonte y algún que otro relámpago. Sin embargo, poco después de salir, el disco naranja del sol hizo acto de presencia y nos ofreció, efectivamente, un atardecer de postal, con una invitada especial a tal espectáculo: la Estatua de la Libertad. La segunda parte del trayecto consistió precisamente en acercarse a ella; llegamos casi entrada la noche, con el tiempo justo para ver cómo se iluminaba esa corona que en breve, y durante un tiempo, dejará de estar abierta para que el público pueda asomarse desde ella.

La tranquilidad que reinaba en medio del agua, con el barco detenido mientras observábamos la estatua, se vio pronto rota por el tránsito de los numerosos barcos que, como el nuestro, se acercaban para observar más de cerca este monumento histórico. El primero de ellos fue un “water taxi”, barcos pintados del mismo amarillo que los taxis que pueblan las calles de la ciudad y que cubren rutas fluviales. Desde el taxi acuático, cargado de muchos más pasajeros que nuestro barco, brillaban infinidad de luces de cámaras fotográficas ávidas de "libertad".

Apenas nos alejábamos de la estatua, pasó junto a nosotros otra embarcación, que recodaba a los vapores de ruedas que uno se imagina surcando en el Mississipi. Pero en lugar de la plácida calma sureña, o incluso de blues, dentro (y fuera, y alrededor) tronaba la música con la que un gran grupo de universitarios con pulserita celebraban desbocados una fiesta flotante.

Unas olas después, nos cruzamos con un flamante yate, de esos tan futuristas que parece que vayan a despegar del agua en cualquier momento. Sus tres cubiertas desbordaban clase: en la inferior se atisbaban luces cálidas y mesas bien servidas, para que los pasajeros pudieran cenar a bordo. En la intermedia, las luces de neón anunciaban el espacio para el baile, moderno pero más recogido que en el barco anterior. Y desde la terraza de la cubierta superior llegaban sonidos chill out mezclados con ritmos tribales. El lujo, la música y el color de los trajeados pasajeros del barco hacían pensar que el hijo de algún poderoso africano había decidido celebrar su cumpleaños por todo lo ancho del East River.

Pero no eran festivas todas las embarcaciones que divisamos desde nuestra cubierta: hubo también cargueros de contenedores, remolcadores, lanchas diminutas, catamaranes y hasta alguna que otra canoa. Tal variedad no hace sino trasladar el panorama terrestre de la ciudad al agua, transmitir el carácter de Nuevva York a sus ríos. Al fin y al cabo, tanto en la acera como en los cauces uno puede encontrar desde la alta sociedad hasta los que intentan pescar algo para comer, desde el ruido más atronador hasta la escena más idílica. Y, en cualquier caso, omnipresentes en tierra o en agua (y hasta en aire), los rascacielos y, por supuesto, los turistas.

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