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Van Cortlandt Manor
A las nueve de la mañana tomamos nuestro primer tren estadounidense, un cercanías, que nos llevó al valle del río Hudson, a unos sesenta kilómetros al norte de la ciudad. Tras un breve paseo por arcenes poco "amigables para los peatones", llegamos a la casa solariega de los Van Cortlandt. Forma parte de lo que aquí llaman "patrimonio histórico", entendido siempre desde el concepto de "histórico" que se tiene en Norteamérica, claro está, pues no deja de ser una finca del siglo XIX a orillas de un río con la casa de los amos (nada del otro mundo), una huerta y una posada.
La recreación social fue todo lo que las numerosas familias que por allí pululaban podían desear: una mujer enseñaba cómo se hacían los ladrillos, había una forja instalada, se organizaron bailes populares de la época y lugareños en atuendos de antaño enseñaban con gran (¿excesivo?) celo las casas.
En cuanto a la recreación histórica, fue como esperábamos: tienda de campaña, uniformes de época, mosquetes y salvas de cañón para disfrute de las generaciones a las que no nos ha tocado el servicio militar. De nuevo sin llamar mucho la atención, no fuera a ser que nos miraran mal por aquello de venir de Europa y ser súbditos de una monarquía, aunque quizá podríamos recordarles que en un momento dado apoyamos su causa también (y así nos fue luego con nuestras colonias...).
Fuegos artificiales
Después de una mañana de revitalización pulmonar e histórica, volvimos a Manhattan con la buena noticia de que una amiga nos proponía ir a casa de otro amigo para ver los fuegos artificiales, invitación providencial puesto que no teníamos claro cómo hacer para disfrutar de los que, dicen, son los mejores fuegos artificiales del país. Antes los hacían siempre en el East River; de ser así, los hubiéramos visto sin problemas desde nuestra propia casa. Sin embargo, últimamente se turnan de río, y el Hudson no se alcanza a ver desde nuestra azotea.
Para rematar un día de lo más completo, no cenamos barbacoa, ni perritos, ni siquiera hamburguesa. Digamos que el fin de fiesta fue de lo más atípico: karaoke brasileño en casa de nuestro anfitrión. Supongo que fue un colofón al día de Estados Unidos acorde al perfil multicultural de una ciudad que, a menudo, se cita como la menos prototípicamente estadounidense del país.
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