El
verano en Nueva York da para muchas cosas, como prueba mi largo silencio
bloguero. Los festivales, los conciertos, las ferias callejeras, los picnics
en el parque… Y, aunque no sea una de las imágenes que Nueva York suele
evocar, también las playas. Probablemente, el motivo de que pasen desapercibidas es que ninguna de ellas se encuentra en pleno Manhattan. En su lugar,
para disfrutar de la arena y el mar los neoyorquinos deben realizar trayectos
que equivaldrían al tiempo de desplazarse de Cuenca a Cullera y volver en el día.
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Verrazzano Bridge y playa de Staten Island. Foto: nycgovparks.org |
Mis veranos siempre han tenido un componente acuático: la piscina a diario en la meseta, las algas y la gelidez del Cantábrico, la calma chicha del Mediterráneo. En ese sentido, este verano en Nueva York ha sido más duro, puesto que atrás quedó la piscina de nuestra primera residencia en Manhattan y no hubo veraneo español para mí. Por ello, hemos intentado compensarlo montando en bicicleta, metro, autobús, tren y ferry para descubrir las playas más cercanas en la zona de Nueva York (de las que sólo conocíamos Brighton Beach).
Rockaway
Al sur
de Brooklyn y cerca del aeropuerto JFK se encuentra una estrecha península
que acoge la zona de Rockaway. Es un trecho residencial, pero también de parques y playas abiertas al Atlántico, en una progresión en la
que, de oeste a este, la zona verde va desapareciendo para dar paso a las
urbanizaciones.
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La sombrilla de los alternativos |
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¿Alguien dijo San Juan? |
La playa en sí también recordaba, salvando las distancias, a las del Mediterráneo: rectilínea, de arena similar, con socorristas y con avionetas anunciado todo tipo de productos. El agua, eso sí, estaba más fría que la de Levante, pero más cálida y reposada que la del Cantábrico, a pesar de que esta playa es la de referencia para los surferos de Nueva York (el año pasado Quiksilver celebró una gran competición aquí).
Staten Island
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg-LmRCxJPNUpmpyBOXWttkS9yz30nxlKVG5n39E3mGoYYVHx2gOfT-nkY9zKWAeeXHJrYw9lufDClPuU8CKuN_6DfXZatN6hkwz8XPGbordH7jK_qKx1h_kukKRODp_713g605pHkrlXtV/s200/Comida+SI.jpg)
Pero,
al menos, pasamos un día al sol, nos quitamos el mono de darnos un chapuzón y
tachamos una playa de la lista.
Los Hamptons
Su fama
los precede. Son uno de esos sitios que despiertan tanta curiosidad que quien no ha estado, quiere ir. Aparecen en las series de niños pijos. Tienen su
propia línea de autobuses. Y, si se tiene el dinero suficiente, se puede ir
directamente en hidroavión desde Manhattan. Picados por la curiosidad, y
después de una ardua búsqueda de alojamiento hasta encontrar lo menos
prohibitivo (un hotel correcto a las afueras de East Hampton), pusimos rumbo a
la punta este de Long Island, refugio veraniego de los neoyorquinos pudientes.
Tras
hora y media en tren y otra hora en coche, llegamos a nuestro destino, donde
nos dieron un permiso para aparcar en las playas de la zona. Porque aquí, con
excepciones, las playas, incluidos sus aparcamientos, son privadas,
semiprivadas o de uso exclusivo para residentes. De ahí que no mucha gente
venga a pasar el día (los constantes atascos tampoco ayudan).
La
primera tarde fuimos hasta la playa más cercana al hotel y nos sorprendió comprobar
el mismo fenómeno que en Rockaway: allí donde llegan los coches, hay gente,
pero si hay que caminar más de 300 metros, la playa está desierta. Como buenos
españoles acostumbrados a pelear por el mejor sitio en la arena, no nos costó
desplazarnos mínimamente hasta instalarnos en un lugar donde, a nuestra
derecha, no había una sola toalla en un kilómetro a la vista. De nuevo, playas
largas, lisas, con pequeñas dunas pero, al contrario de las anteriores, sin
apenas edificios. Y, cuando los hay, son casas de playa de las que se agradece
ver, colocadas esporádicamente y con buen gusto.
Aquí también hay surf, sobre todo al final de la isla, pero por desgracia para uno de nuestros acompañantes, en nuestro caso tuvimos olas demasiado pequeñas, aunque lo suficientemente grandes como para revolcar a un par advenedizas y perder una aleta.
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Foto censurada para preservar la identidad del surfista. |
El
panorama social de la zona (incluido Montauk y otras playas vecinas que
visitamos) también varía enormemente respecto a la capital: digamos (sin ánimo
de ofender, era la realidad) que unas y otras tienen índices opuestos de
personas negras, latinas o con sobrepeso. En tres días creo sólo vimos a un par
de parejas negras y una docena de barrigas, mientras que el español que
escuchamos, que en las playas metropolitanas es incesante en boca de mejicanos, colombianos y
ecuatorianos, en los Hamptons se limitó a unos escasos españoles y conosureños.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgaIfV19GipiV-mOiYu5qR5iGIKSiQkLR4Ap0snUTEBQWRxv6u9PC87sB-x1spBUbYwO3dmyY0AEvVuh8MnsHyhQb-k0pKq36wdRO-YMqUlQ6WuH26FS1OCjgUW8uZKLT_Hp2pTCqHo32aM/s200/Bicitabla.jpg)
Balance playero
Después de la visita a los Hamptons no creo
que haya playas neoyorquinas que igualen la tranquilidad, el paisaje y la limpieza de aquel
ambiente. Nos quedan todavía algunas otras por visitar, como Long Beach, Fire Island,
Sandy Hook o las playas de Nueva Jersey, destinos todos de los que nos han
hablado bien. Pero no nos engañemos: sólo unas pocas playas (Filipinas, la
Reunión) han conseguido hacernos olvidar los veranos en España. Las de Nueva
York nos han servido para matar el gusanillo de la arena y el chapuzón salado,
pero no evitan que añoremos las playas españolas, sean del norte o del este,
con sus ventajas y sus inconvenientes, pero las nuestras al fin y al cabo…