Ron suspiró. Era la cuarta vez que tendrían que sacar nombres de la bolsa para su sorteo del amigo invisible navideño o, como lo llamaban allí, "Secret Santa".
—Es a lo que se arriesga uno cuando se hace un amigo invisible entre dos personas —respondió resignado.
En la editorial en la que trabajaban, el intercambio de regalos por Navidad era tradición desde hacía años, y en esta ocasión no habían querido renunciar a ello pese a que cierto vendaval había reducido progresivamente la plantilla de trabajadores hasta quedarse ellos dos solos. Así que allí estaban, haciendo un innecesario pero simbólico sorteo en pareja.
—¡Por fin, ya me ha tocado uno bueno! —exclamó Carol.
—¿Quién te ha tocado? —preguntó Ron con un falso tono de interés y emoción, solo por seguir manteniendo las costumbres.
—No te lo voy a decir, es secreto. Si te lo digo, no tiene gracia —replicó ella, continuando con la entretenida farsa.
Obviamente, a Ron le había tocado regalar a Carol. "De todos los que me podían tocar, y me toca Carol", habría pensado en otra circunstancia. Pero era cierto. De las ocho personas que componían antes la plantilla, solo ellos dos seguían en la empresa, por motivos bien distintos. Él, porque era el único que tenía nociones avanzadas de maquetación. Ella, porque llevaba dos años de becaria, sin cobrar, y era por tanto la "trabajadora" que menos interesaba despedir. Carol, de todos modos, estaba encantada, pese a no recibir ni un centavo de la editorial, pues contaba con el apoyo constante y sonante de sus padres, gente bien del Upper East Side. En realidad, a Carol no le importaba cobrar, sino adquirir la experiencia necesaria para poder recalar con más referencias en algún otro empleo bien conectado.
La despreocupación material de Carol suponía precisamente la principal dificultad para buscarle un regalo, pues no le faltaba de nada. Se ajustaba al patrón de la moda y las tendencias de Manhattan: iPhone por la calle, iPad en el metro, iPod corriendo. Con auriculares Bose en los oídos. Y en los pies, UGG para el invierno y Manolos para las fiestas. Reloj de diseño. Complementos de Tiffany. Y, por encima de todo, ese aire de no necesitar nada porque lo puede tener todo. En resumen, la persona ideal para tener que buscarle un regalo por debajo de 25 dólares.
Esa tarde, después del trabajo, Ron salió a dar una vuelta por la Nueva York ya engalanada de Navidad, en busca de inspiración. Comenzó por el mercado navideño de Union Square, lleno de puestos y abarrotado de gente. En varias casetas vendían joyería artesanal, pero pensó que no sería lo más apropiado a la vista de que la que Carol solía llevar.
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Descartado Union Square, probó suerte con otro mercado navideño cercano, el de Bryant Park. El gran árbol de Navidad, decorado de azul, destacaba tras la pista de patinaje en la que cientos de personas trataban de mantenerse en pie o de no chocar entre sí. El ambiente era ciertamente festivo, pero podía entender lo que le contaba una amiga que había vivido en Viena: por más que se esfuercen, siempre les falta algo del espíritu verdaderamente navideño de los mercados tradicionales europeos. Hay luces, hay árbol, hay hielo. Pero no es lo mismo. Quizá sea la falta de decoración natural, o la predominancia de las tiendas. En todo caso, y a pesar de la profusión de casetas, no encontró ninguna baratija que le convenciera; ni calentadores de manos, ni jabones artesanales, ni orejeras con diseños divertidos.
Al día siguiente, siguió probando con otros dos de los lugares típicos de estas fiestas en Nueva York: Grand Central y el Rockefeller Center. Comenzó por la estación, donde habían instalado su tradicional mercado navideño (uno más). Siguió sin encontrar nada: aquello que le parecía original, como unos bonitos pendientes de malaquita, se pasaban del presupuesto. Y lo que se ajustaba, le parecía poca cosa.
Armado de paciencia, Ron se abrió paso entre bombillas y turistas hasta llegar a la calle 49 en el preciso momento en el que comenzaba el espectáculo de luces proyectadas sobre la fachada del Saks de la Quinta Avenida. El efecto de las ventanas abriéndose le fascinó, aunque la proyección de burbujas saliendo de tuberías le pareció un homenaje velado a Super Mario.
Por fin, llegó a la tienda del Metropolitan, pensando que en la colección de regalos del museo podría encontrar la solución a su amigo invisible. Había visto en su página web un estuche para joyas y anillos inspirado en un diseño de Tiffany. Por desgracia, cuando lo vio al natural le pareció mucho menos convincente que en la pantalla. La búsqueda continuaba.
Llegado el fin de semana, Ron decidió salir de Manhattan en busca de ideas frescas. Había leído en el New York Times acerca del mercado de Dekalb, en Brooklyn, donde los vendedores se habían instalado en contenedores de barco acondicionados como pequeñas tiendas, y en el que se vendían artículos hechos en su mayoría por la misma gente que los vendía. Allí encontró varias cosas interesantes, pero dudó de que pudieran serlo para Carol.
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Un tanto desesperado, Ron regresó a Manhattan. Sin saber muy bien dónde más mirar, acabó en un TjMaxx, aunque no creía que fuera a ser en el reino de las ofertas donde fuera a encontrar el regalo ideal para Carol. Sin embargo, cuando ya había llegado al punto en que miraba de manera mecánica y poco atenta cada estantería, sus ojos se fijaron en algo de lo que había allí expuesto: unos guantes.
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El día escogido era el último de trabajo antes de Nochebuena, y bajo el miniárbol de Navidad de la oficina aparecieron dos regalos: uno pequeño y otro más todavía. El primero para Carol y el segundo para Ron, como era de esperar y como rezaban sus tarjetas. Justo antes de marcharse, ambos se reunieron para desvelar la sorpresa del amigo invisible. La emoción con la que ella se abalanzó sobre su paquete no se correspondió con la impresión al abrirlo:
—Ah, unos guantes —dijo Carol, un tanto atónica.
—Sí, son especiales para que puedas usarlos con la pantalla del iPhone y no pasar frío.
Ron confiaba en que la explicación la terminara de convencer, pero ella le dio las gracias, le sonrió y los guardó sin más en su bolso, tras lo que le preguntó si no iba a abrir su regalo. El paquete de Ron no tenía papel, sino que en su lugar tenía en la mano una especie de funda de cartón con forma de tarjeta de crédito y motivos navideños. Abrió la funda y dentro encontró una tarjeta regalo para los grandes almacenes Bloomingdale's por valor de 25 dólares. Antes de que pudiera abrir la boca y se le escapara la estupefacción que ya denotaba su cara, Carol se le adelantó:
—¿Es genial, no? Menos mal que existen estas tarjetas regalo, porque con la infinidad de compras que tengo que hacer, me han salvado la vida. Y la puedes gastar en lo que quieras. Ah, solo una cosa: tiene algo menos de 25 dólares porque pagué con ella la funda en la que iba metida, que me pareció una monada. Pero claro, las reglas son las reglas, no me iba a pasar del límite, ¿verdad?
¡Feliz Navidad a todos! Esperemos que 2012 venga cargado de entradas que os parezcan entretenidas :-)